Filippo Rossi
Kandahar

Tras la leyenda del mullah Omar, líder de los talibanes, en Kandahar

Kandahar. Capital histórica, ciudad de los reyes de reyes afganos. Conocida por ser el centro del poder talibán, todos recuerdan que el mullah Omar empezó aquí su conquista hacia Kabul y se convirtió en 1996 en el líder de los creyentes. Lo cuentan quienes vivieron aquel momento que se hizo leyenda.

Rahmaddin y Hajij Faiz hablan sobre el mullah Omar en la mezquita donde predicó, en Singesar (Kandahar). (Filippo ROSSI)
Rahmaddin y Hajij Faiz hablan sobre el mullah Omar en la mezquita donde predicó, en Singesar (Kandahar). (Filippo ROSSI)

«Un día mullah Sahab (el nombre dado por respeto al mullah Mohammed Omar) y mullah Baradar me llamaron para resolver una disputa. Discutían sobre cómo empezar a cultivar un campo –recuerda el agricultor Rahmaddin, 54 años, cerca del minbar de la mezquita Haji Ibrahim–. Omar argumentó que era necesario comenzar desde el norte y Baradar dijo lo contrario. Finalmente, cuando dije que Omar tenía razón, disfrutó burlándose de Baradar diciendo que no entendía nada. Todos nos reímos», rememora.

Así comienza una conversación surrealista en un espléndido pueblo, Gheshano (área de Singesar), en el distrito de Dand de la provincia de Kandahar, a unos 40 kilómetros de la capital regional. La mezquita que los lugareños conocen como Amir Ul-Mu’minin, el título que se le dio al hoy legendario mullah Omar en 1996 en Kandahar, es hoy un edificio decadente como los demás.

En el patio hay un pequeño cementerio y unas fuentes para las abluciones en medio de cabañas de barro dorado besadas por el sol de la tarde otoñal, con caminos de tierra que serpentean entre cultivos de granadas y campos de trigo y hachís. La mezquita, muy espartana, tiene un profundo significado histórico para Afganistán: es aquí donde se refugió el mullah Omar tras los años de la yihad contra los rusos y el régimen comunista de Mohammed Najibullah, que colapsó en 1992, retomando sus lecturas y predicando contra los abusos que los señores de la guerra perpetraban contra la población civil.

Desde aquí, junto con otros mullahs, comenzó el inqilab, (la «revolución») contra los que hicieron del país su patio de recreo, matando, cobrando impuestos, violando... impunemente. Casi todos los ancianos de la aldea pelearon junto a él. Pero ya nadie recuerda exactamente lo que dijo. Los recuerdos se confunden. La gente, con el rostro marcado por la pobreza y el cansancio del trabajo duro en el campo, tiene la mente embotada.

Dentro de la mezquita, muchos se sientan a escuchar las historias de los que conocieron a esos famosos mullahs que, con la experiencia de la guerra contra los rusos, partieron con cuatro vetustas armas –pero con el apoyo decisivo de los servicios secretos paquistaníes– para conquistar casi todo el país en menos de cuatro años y arrancarlo de la corrupción. Todos están sentados con las piernas cruzadas, hablando uno por encima del otro y corrigiendo los borrosos recuerdos.

«Fui yo quien recibí a los dos mullahs, Omar y Baradar. Comían conmigo cada noches. Se quedaron meses con mi familia. Eran gente muy humilde, sencilla y amable», recuerda Haji Faiz. Es muy mayor. Camina con un bastón y está medio sordo. Hay que gritarle las preguntas: «Yo también luché con él. Luego, cuando se convirtió en nuestro rey, nuestro líder, desapareció. Un día volvió. Se me acercó y me saludó diciendo: ‘Eras mi amigo, el que me acogió hace años’. Le respondí: ‘Sí, pero ahora ya no eres mi amigo porque nunca apareciste’». El tono en el que habla hace reír a la gente. Lacónico y picante. Cuando se aburre, se queda callado. «Era un personaje muy carismático. Todos querían escucharle». Son las palabras de otro compañero de armas, Mohammed Hashim. En aquellos años, en una provincia remota del sur de Afganistán, la mezquita era vital para la comunicación. Era el punto de referencia, como todavía lo es en muchas partes del país.

Mawlawi Jalil, un comandante talibán de visita en Kandahar, recuerda que el mullah Omar estaba en la mezquita, sentado junto a la pequeña biblioteca de la esquina, cuando un cohete soviético golpeó el edificio y perdió el ojo. Según Rahmaddin, el incidente ocurrió justo en la puerta de entrada al patio de la mezquita: «Fue aquí, pasó así».

Un enigma

Sobre aquel episodio o en general, nadie puede decir con exactitud quién fue realmente Omar. No había medios de comunicación, pocos escritos. Hay muchos testimonios sobre su verdadero origen. Se sabe, sin embargo, que primero luchó contra los rusos y el Gobierno del doctor Najib, y luego, después del comienzo de la guerra civil y el terror de los señores de la guerra, lideró a un puñado de estudiantes, unidos por su fe en Allah, en el área de Singasar, donde organizó una resistencia que poco a poco se hizo lo suficientemente popular como para conquistar, en 1994, Kandahar. «Había un comandante muy cruel. Se llamaba Salih. Estaba en la carretera principal entre Kandahar y Herat. Omar nos comandó contra él y le hicimos huir», cuentan los ancianos. «Teníamos cócteles molotov, pocas armas». Fue así, con el apoyo de muchos otros estudiantes coránicos, los llamados talibanes, como comenzó su conquista: de Kandahar a Kabul en 1996. Y fue en Kandahar, capital de la simbólica provincia, donde su ascenso se convirtió en mito.

Aquí se dice que «quien controla Kandahar controla Afganistán». Un dicho que sigue siendo realidad. Es la ciudad del poder, aunque el desafío por el trono hoy se centre en el control de la mafia y el narcotráfico. Pero pocos presidentes o shahs (reyes) en la historia del país provienen en otras provincias. Las dinastías, hasta hoy, siempre han tenido que lidiar con la ciudad y su gente, con las diferentes tribus pastunes y sus intrigas. El expresidente Ashraf Ghani, por ejemplo, originario de la provincia de Logar, tuvo muchos problemas para gestionar esas relaciones.

Tiempo de oración en el histórico santuario de Kharqa Sharifa, en Kandahar, donde se custodia el supuesto manto sagrado del profeta Mahoma. (Filippo ROSSI)

Para convertirse en rey de reyes, el mullah Omar fue elegido líder indiscutible en Kandahar, convirtiéndose en Amir Ul-Mu’minin, el comandante de los creyentes. Zikrullah, hoy muy anciano, lo recuerda bien. Con su vestido blanco, sus ojos verdes y su piel aceitunada, es el guardián del Kharqa Sharifa, el santuario histórico en el corazón de Kandahar donde se guarda el famoso manto que supuestamente Mahoma utilizó en el año 621, durante el viaje nocturno de La Meca a Jerusalén (Isra) y que fue traído por el rey afgano Ahmad Shah Durrani, considerado el padre del Afganistán moderno (y, por lo tanto, conocido como «baba»), tras recibirlo como regalo del emir de Bukhara. Ahmad Shah Baba está enterrado en otro santuario justo enfrente. Un lugar muy importante para Afganistán que protege una reliquia sagrada para Kandahar y para el islam, de la que el abuelo y luego el padre de Zikrullah ya fueron muttawalis, los guardianes.

El manto de Mahoma

«Cómo olvidar aquellos momentos», comienza Zikrullah, en una pequeña habitación del santuario utilizada para el ayuno del Ramadán por algunos estudiantes, llena de reliquias, alfombras, textos y decorada con lecturas del Corán datadas de hace siglos y escritas a mano sobre telas iluminadas con bombillas color púrpura. «Mullah Sahab vino aquí un viernes hace 25 años. Era 1996. Un momento muy duro para nosotros. Había sequía, no había comida, los campos estaban secos. Dijo que deberíamos sacar el manto del profeta y mostrarlo a la gente para pedir la lluvia a Allah. Le dijimos que, como dijo Ahmad Shah Baba, solo los reyes de los reyes tenían derecho a ordenarlo. Y él lo hizo», rememora. Zikrullah, emocionado, cuenta cómo Omar le dio una orden por escrito para sacar el manto antes de traer 27 bueyes para su sacrificio. «El manto se guarda en cajas de plata, con versos del Corán inscritos en los bordes. Nadie lo había sacado en décadas. Tras su orden, lo transportamos a la mezquita Eidgha, donde nos reunimos durante las oraciones del Eid. Había miles de personas que se reunieron para escuchar la oración y el sermón del mullah Omar, quien en los días anteriores ya había sido proclamado Amir Ul-Mu’minin por un consejo de ulemas de las provincias», relata.

Es aquí donde se agolpan los recuerdos. Se intensifican tanto que Zikrullah sueña: «Abrimos los cofres de plata, había guantes para tratar el manto. El mullah Omar se los puso y, ante la mirada de asombro de todos, incluida la mía, que estaba a su lado, sacó el paño sagrado. La gente lloraba y gritaba excitada. Lo tomó, lo besó y lo levantó hacia el cielo. Él también lloraba, no podía contenerse». El hoy guardián del santuario asegura que, cinco días después de la oración del mullah Omar con el manto del profeta, pidiendo a Allah la paz y la fertilidad de la tierra, «comenzó a llover de una manera que nunca he vuelto a ver. Sólo entonces toda la población se convenció de que el mullah Omar era, de verdad, nuestro verdadero e indiscutible líder. Era una persona muy sencilla. Escuchaba a todos, porque decía que todos tenían derecho a preguntar».

El famoso manto sagrado, que pocos vieron, es según Zikrullah un «objeto místico. No es seda, no es de un material terrenal. Es algo divino. Y nadie puede adivinar su color, porque todo el mundo lo verá distinto». Se pone en pie y trata de expresar de qué color lo vio. «Fue chatori», dice. No sabe cómo traducirlo del pastún al inglés, antes de indicar un color oscuro. Luego se levanta. Es hora de rezar. El muecín llama a los fieles a la oración. El sol se pone en la explanada del santuario, donde decenas de personas, entre las que se encuentra Zikrullah, guardando el recuerdo imborrable de un hombre que hizo historia en Afganistán, se postran ante Allah.

Fue precisamente en la capital histórica de Afganistán donde se creó el mito de un líder que para muchos es leyenda. Omar se retiró a una parte remota de la provincia, se escondió y dio órdenes desde la distancia durante el régimen talibán y en el comienzo de la invasión occidental. Murió de tuberculosis en Zabul, en 2013, dejando atrás su mito y el de sus compañeros, los talibanes, que siempre quedarán envueltos en un halo de misterio.