Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

Gorbachov, verdugo o testigo del fin de la URSS

imagen del último líder soviético en 1992, ya fuera del poder.
imagen del último líder soviético en 1992, ya fuera del poder. ( Vitaly ARMAND | AFP)

Las loas a coro de la figura de Mijail Gorbachov desde todas las cancillerías occidentales contrastan con la fría reacción ante la muerte de «un político y un estadista que influyó enormemente en la marcha de la historia mundial». Esta reacción fría, por no decir glaciar, que se vislumbra en las palabras de su sucesor en el Kremlin, Vladimir Putin, casan, hay que reconocerlo, con la nefasta imagen de ‘Gorby’, como le conocían en Occidente, entre la mayoría de la población rusa, a la que tocó sufrir en la década de los noventa el caos que siguió a la desintegración de la URSS.

La coincidencia de la muerte del último presidente soviético con la guerra que Rusia ha decidido entablar con Occidente en Ucrania no hace sino agudizar este contraste.

Mucho se ha escrito y opinado sobre aquel «joven», de entonces 54 años, que asumió en 1985 la secretaría general del PCUS, dominado durante las anteriores décadas por una gerontocracia burocrática que había acentuado la decadencia del sistema del «socialismo real» soviético.

Como recuerda Carlos Taibo en ‘Historia de la Unión Soviética, 1917-1991’ (Alianza Editorial), la década de los ochenta estuvo marcada por el interregno de Yuri Andropov, que había reemplazado en 1982 al fallecido Leonid Brezhnev y sus casi dos décadas al frente del poder, época conocida como la del «estancamiento brezhneviano».

Andropov, que se rodeó de un equipo de dirigentes que incluía al propio Gorbachov, no tuvo ni dos años para iniciar un proceso de reformas controladas. Tras su muerte, y pese a que Gorbachov era su delfín, el aparato optó por el octogenario Konstantin Chernenko, quien habia sido admirador confeso de Brezhnev.

Taibo explica aquel galimatías sucesorio en «la incertidumbre que guiaba a la cúpula del poder soviético en un momento en el que la crisis, en todos los órdenes, empezaba a hacerse irrefrenable». Tras la muerte de Chernenko, Gorbachov asume la dirección del inmenso país el 11 de abril de 1985.

Sus seis años al frente del poder son uno de los períodos más intensos y controvertidos de la ya compleja historia de Rusia.

Lideró la Perestroika («Reestructuración» en ruso) y la Glasnost («Transparencia»), lo que supuso sin duda un revulsivo en una sociedad, la rusa, donde habían emergido nuevos grupos sociales, urbanos y beneficiados de la relativa prosperidad material que había logrado el sistema en los sesenta y setenta.

En paralelo, y en una mezcla de necesidad perentoria por la imposibilidad de mantener el pulso militar con EEUU, y de cierta dosis de ingenuidad geopolítica, Gorbachov transformó el mundo al permitir la caida del Muro de Berlín, al propiciar el fin de la Guerra Fría con acuerdos de desarme y al acabar con la invasión de Afganistán. Todas ellas sin duda magníficas decisiones si no hubieran ido acompañadas de la constatación-convicción por parte de los líderes de Occidente, sobre todo de Washington, de que eran los vencedores y de que, por tanto, los vencidos no merecían respeto alguno. 

Hay que reconocer que el nuevo presidente de la URSS abrió el debate público interno hasta niveles insospechados en un país ideológicamente anquilosado desde la era oscura de Stalin y que Nikita Jrushov, admirado por Gorbachov,y con quien coincidía también en sus orígenes ucranianos, no logró remover durante sus diez años en el poder (1954-1964) hasta que cayó defenestrado para morir en el más absoluto de los ostracismos.

Mucho se ha comparado a Gorbachov con Jrushov. Algo de razón hay en esa equiparación. Y es que la Perestroika no fue acompañada de cambios estructurales decisivos y las reformas internas se limitaron a cambios cosméticos, reformas «neoburocráticas» en palabras de Taibo, que buscaban mantener el poder de la «nomenklatura» y sin dar satisfacción alguna a las reclamaciones populares, crecientes, frente a las, evidentes, injusticias y fallas estructurales del sistema.

Era como si su equipo acertara en el diagnóstico de los males estructurales, económicos, sociales y políticos, de la URSS pero no encarara, porque no podía, o simplemente no sabía, la terapia a aplicar, en un páis-continente, no se olvide, muy difícil de gobernar.

Esta versión se confirma en los vaivenes de Gorbachov en cuanto a la «política de las nacionalidades» que conformaban la Unión Soviética.

Su política de la zanahoria (Ucrania) y el palo (las repúblicas bálticas) evidencian que las inercias pan-rusas, tan visibles hoy en la Rusia de Putin, eran complejas de domeñar en una URSS que, en la práctica, supuso una continuidad, sellada por Stalin, con el histórico imperialismo zarista.

Hay quien aseguraba entonces, e insiste ahora, en que Gorbachov era un «criptocapitalista» que buscaba la implantación, sin cirugía y a pelo, de la «democracia parlamentaria» y la «libertad de mercado» occidentales en Rusia.

Por contra, y aunque la consecuencia fuera esa –pero en la clave marxista de que la historia se repite, pero como parodia–, tiene más sentido colegir que Gorbachov fue hijo de su tiempo, un comunista que se dio cuenta de que había que hacer algo ante una deriva lenta e imparable.

Incapaz, por la compleja correlación de fuerzas interna y por la insistente presión occidental, de alumbrar un camino –una suerte de socialdemocracia a la rusa que serviría para el desembarco de la histórica y cada vez más contestada legitimidad soviética–, entreabrió unas puertas que, a la postre, supusieron el estallido de una Caja de Pandora que acabó con la disolución traumática de la URSS, el resurgir de las ocultadas reclamaciones nacionales de los pueblos sometidos a Moscú, y la instauración de un capitalismo feroz y depredador en el que las élites postcomunistas se comieron literalmente las dormidas e ingentes riquezas de Eurasia empobreciendo a la sociedad rusa.

Un pueblo llano, el ruso, que identificó a Gorbachov, a su apertura interna y hacia Occidente, con las penurias de los noventa y con una corrupción que dejó en una anécdota los privilegios de la nomenklatura soviética. Lo que le arrojó en brazos de Putin: capitalismo y giro ultraconservador con simbología puramente nostálgica estalinista.

De aquellos barros estos lodos.

Lo que se olvida es que el principal responsable del hundimiento de la URSS no fue Gorbachov sino la propia deriva de la URSS. Y de la que ‘Gorby’ no fue verdugo, aunque tampoco, y por su condición de líder, testigo impotente. Inocente por falta de cargos a un Gorbachov al que tocó gestionar el fin dramático de toda una era.

Solo por eso, descanse en paz.