IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Energía desperdiciada

Cuando dos personas se encuentran, en especial si son desconocidas, hacen una serie de comprobaciones para tratar de dilucidar cómo va a desarrollarse la relación en adelante. Bien sea un encuentro fortuito o bien otro más estable en el tiempo, necesitamos construir una idea que nos guíe, por muy imprecisa y repentina que sea. En pocos segundos, evaluamos si nuestro interlocutor puede suponer algún tipo de amenaza no necesariamente física, lo cual suele ser bastante claro, sino social a partir de una crítica potencial o una humillación. Si no detectamos amenaza, entonces pasamos al siguiente paso: evaluamos su disposición al contacto con nosotros, su interés, su iniciativa y, después, poco a poco, detectamos y fomentamos los lugares comunes desde los que podemos relacionarnos sabiendo qué esperar del otro. En el caso de que sí hayamos detectado algún tipo de amenaza social, entonces llega el momento de parapetarse y protegerse. En este caso, la defensa se convertirá en la principal actividad en presencia de esa persona.

Todo este proceso es ancestral y va más allá de planificaciones o pensamientos elaborados; por así decirlo, es nuestra parte animal la encargada de su activación y de asegurarse el éxito. Podríamos asegurar que este detector de amenazas y vínculos está en funcionamiento en todos nuestros encuentros, independientemente de la tarea que tengamos entre manos. Podemos dedicarnos a la nanotecnología o a la horticultura, pero nuestros iguales son una fuente de estímulo y estrés más allá de nuestra capacidad o formación, y es que somos seres gregarios.

Si vamos un pasito más allá y pensamos en nuestros entornos laborales o educativos, rápidamente nos daremos cuenta de con qué personas o en qué momentos este radar está más activado y las señales que nos envía. Nos percatemos o no, este tipo de información es probablemente la más relevante que podemos recibir para la supervivencia en las circunstancias en las que vivimos. No se trata de supervivencia física, sino de la supervivencia del Yo, de la identidad y la integridad en general, así que todo lo demás pasa a un segundo plano.

Cuando el objetivo del encuentro es una tarea concreta, como un trabajo en equipo, es prioritario resolver estas cuestiones antes de ponernos a trabajar. En general, yo quiero pensar que las personas estamos dispuestas al encuentro, a conocer y contactar, y, en cierto grado, a construir intimidad, si bien hay circunstancias que nos ponen en una tesitura bastante diferente, por ejemplo, aquellos entornos donde los recursos son limitados. Entonces, las relaciones se enfrentan al eterno dilema sobre si es mejor competir o colaborar para conseguirlos, al tiempo que tienen que prestar parte de su atención al sistema en el que tiene lugar esa relación, que a su vez provoca y fomenta una de las dos opciones. En ese caso, lejos de emplear nuestra energía solo en nosotros mismos, nuestro desempeño o intereses, de seguir nuestro plan, tenemos forzosamente que atender a lo que pasa en las relaciones que establecemos y al entorno que las rodea. Y, claro está, hacer algo al respecto.

Conscientes de las fuertes inercias de compartir la vida con otros, algunos grupos humanos se organizan en torno a uno u otro de dichos extremos para aumentar su eficacia, empleando energía mental y física para alimentar esa dinámica. Y pueden ser cantidades ingentes las que el individuo, las parejas de interlocutores que se encuentran y el grupo en general tienen que emplear solo para esto. Por no hablar de los sistemas que invitan a la envidia o la competición feroz en busca de la excelencia. Me pregunto cuánta energía podría revertir en las tareas que tenemos entre manos si no tuviéramos que pelear por la seguridad, si pudiéramos construir la confianza de que nada malo va a pasar estando a tu lado o si, directamente, nos opusiéramos a mirar al otro como enemigo potencial cuando otros nos lo insinúan.

Asumir la actitud de defensa cuando hay una amenaza es algo ancestral, irrenunciable, pero lo que consideramos una amenaza lo aprendemos de nuestra experiencia y de lo que el sistema circundante nos enseña. Y quizá, simplificando, el otro seas tú o el otro sea yo, y probablemente, ni uno ni otro tengamos la intención de arrebatarnos nada mutuamente.