IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

A cambio de nada

Setiembre es un mes de transición, de bienvenida, de partida, de encuentros y de despedidas para muchas personas. Acaba oficialmente el verano, aunque este cambio climático nos despiste; probablemente, no sin cierto remoloneo, volvemos a las actividades que nos absorben más o menos el resto del año como el trabajo –o su búsqueda ininterrumpida–, el estudio, el deporte, o simplemente los paseos, el mercado y las comidas. Y no sin cierto sentido hacemos de nuevo balance (como en fin de año o en el cumpleaños) de lo que vamos a iniciar, las implicaciones que va a tener y lo que vamos a sacar de ello.

El trabajo en general va de eso, de recibir algo a cambio de una tarea que ocupa nuestro tiempo, de un esfuerzo, y estamos tan inmersos en esta cultura productiva que la búsqueda del intercambio ventajoso parece trascender la mera transacción económica y tintar muchas otras interacciones.

En setiembre volvemos a ver por la calle caras casi olvidadas por un tiempo y las relaciones habituales nos salen al paso, relaciones que a veces requieren un esfuerzo, el propio de la comunicación o del encuentro. Para acercarse a otras personas se requiere poner en marcha toda una suerte de mecanismos como pueden ser la escucha, la empatía, la sintonía para captar las intenciones, las emociones o los ritmos de los demás y, al mismo tiempo, transmitir todo esto de nosotros, para que se entienda y se respete. Colaborar para comunicarse implica cierta cintura y tiene que tener algún sentido. Así que no es difícil, en particular cuando volvemos a la vorágine, meter la relación con los demás en el saco de ese cálculo de costes y beneficios.

Hay quien diría que todos los encuentros son interesados, que siempre deseamos algo del otro, pero a veces lo que deseamos es algo de nosotros mismos en el escenario de la relación con los demás. Es evidente que el encuentro se da y se desarrolla entre dos personas, y que es necesaria la implicación de ambas partes para que algo surja. Al mismo tiempo, el propio baile del intercambio cambia algo en ambos interlocutores más allá del beneficio potencial.

Las sensaciones, mientras tanto, nos pertenecen; quizá estemos disfrutando del otro o nos resulte aburrido, e incluso molesto, pero todo ello es nuestro y, por tanto, tenemos la capacidad de moldear algo por nuestra parte para que el resultado final de dicho encuentro nos deje una sensación diferente. A menudo damos a los demás un poder grande sobre nuestro bienestar o malestar, escuchamos sus halagos y críticas, explícitas o no, como si fueran definiciones de nuestra persona, y nos tragamos las sensaciones que esto nos genera sin ponerle filtro. Probablemente por esa idea de «qué voy a sacar de esta conversación».

Las personas nos pasamos el día evaluando a los demás y a nosotros mismos en cuanto a la aceptación o el rechazo, la confluencia o la disensión como si de una tarea de fondo se tratara y, sin darnos cuenta, terminamos llegando a conclusiones que nos colocan en un lugar, nos dan un estatus que incorporamos a quiénes somos a partir de entonces. Y es curioso porque cada cual es más o menos permeable a estos juicios velados, en tanto en cuanto su concepto de sí está más o menos abierto a la influencia de los demás, por lo que habrá personas que lean estas líneas y no encuentren un reflejo.

En cierto modo, en cada encuentro evaluamos quiénes somos para los demás y quiénes son ellos para nosotros, quizá de una manera más ancestral de lo que pensamos y mucho menos inmediata y tangible. Al mismo tiempo, también podemos disfrutar de quiénes somos, de la solidez de lo que ya hemos conseguido por dentro, y notar nuestras partes estables, dispuestas, juguetonas, firmes, libres... Más allá de una aportación futura, el beneficio del encuentro es el vínculo con nosotros mismos y con todos esos que nos rodean.&discReturn;&discReturn;