Javi Rivero
Cocinero
GASTROTEKA

Un paseo por Lisboa

Hace poquito tiempo visitaba Lisboa por motivos culinarios y, al igual que hice con la cata de buey en el Aratz, hoy os traigo mi experiencia en la que probablemente es la ciudad más bonita de la península. La Concha es la Concha, pero… yo ya la tengo muy vista.

Llegué un domingo, 30 grados, sol y de la pandemia apenas había rastro (esto suma). De repente sentí una paz interior que llevaba meses sin sentir. Fue como si todo hubiera pasado. Poco a poco fui bajando de las nubes (que no había) y conectando con la realidad. Organicé todo lo correspondiente al trabajo y, cuando empecé a planificar lo que iban a ser mis ratos “libres”, la sorpresa fue mayúscula. El tiempo justo para pasear, algo así como una hora y media para comer algo “por ahí”, se convirtió en un reto de gestión del tiempo. No paraba de descubrir pequeños locales que me llamaban la atención; modernos, anticuados, grandes, pequeños, tradicionales, vanguardistas, artísticos, clásicos… Me volví loco el primer día y me senté en la primera terraza que encontré para pensar en todo lo que había visto. Todo relacionado con la gastronomía. No me pude decidir por ninguno de los pequeños locales que vi. De hecho, creo que me tentó muchísimo más la idea de seguir paseando y seguir descubriendo locales a los que ya decidiría cuál visitar. Me comí una franchesinha a modo de desvirgue y bienvenida. Llegar a Lisboa y comerte una franchesinha (sandwich relleno de carnes varias con salsa de tomate y cerveza) es igual que llegar a Donostia e irte de pintxos por lo Viejo. No os voy a engañar, esto estaba parcialmente premeditado.

Había quedado después con Miguel, del restaurante Pigmeu, con el que tenía que trabajar durante dos días y con el que rápidamente hice migas. Nos dimos cuenta de que pensábamos y cocinábamos muy parecido, defendíamos los mismos valores, pequeños y cercanos productores y también nos preocupaba de igual manera la gestión de las personas en la restauración. Por lo que, qué mejor guía que Miguel para aprovechar al máximo mis “mini” escapadas a conocer la gastronomía lisboeta. Le expuse mi primera impresión sobre lo que vi y cuál fue mi parecer. Él asintió y me confirmó que Lisboa vive un momento “mágico” gastronómico (a cierto nivel). Decía que están en un momento en el que muchos jóvenes cocineros están abriendo pequeños locales con ganas de hacerlo muy bien, con un punto de austeridad local, una especie de dejadez controlada con la que llaman la atención y desenfadan a uno de protocolos y pretensiones.

Da lo mismo que sea cocina tradicional o “internacional”. Algo que me confirmó Miguel es que todos entienden que están haciendo cocina portuguesa por que trabajan de una manera u otra el producto local. La gastronomía local tradicional y vanguardista está muy pero que muy viva en Lisboa y poco se habla de ello. Diría que la diferencia con respecto a lo que conocemos es que no están a la sombra de nadie. No tienen una mochila con la que cargar y eso se nota. Lo están haciendo bien y repito, poco se habla del qué y cómo lo están haciendo.

Envidia sana. Buena muestra de este buen hacer es Prado, restaurante al que acudí con Miguel, Carlos y Diego (antropólogo el primero y politólogo el segundo) a cenar ese mismo día. Según Miguel, el restaurante que mejor lo hace en Lisboa. Si lo cogiéramos y lo pusiéramos en Donostia, estaría en mi Top 3. Qué local, qué servicio, qué oferta, qué manera de cocinar, de comunicar… ¡Qué envidia sana y qué felicidad! De verdad, pocas veces me ha pasado, pero sin esperarlo me topé con un restaurante en el que primaba la cocina por el producto, perfectamente cocinado, emplatado de manera orgánica, pero sin un código estético rígido, sabores simples y brillantes, divertido al máximo nivel… Me emocioné al salir. Literal. Creo que nunca podré olvidar las setas con salsa de pimentón y sarraceno. Fue un chute de motivación y energía. Probamos toda la carta entre los cuatro que acudimos. Fueron unos veinte platos de un tamaño mediano que dominamos relativamente fácil y sin llenarnos demasiado. De verdad, se me pusieron los pelos de punta y pensé: “yo quiero conseguir esto”.

No sé si esto es tradición o no, pero terminamos tomándonos una cerveza en otra terraza y comiendo almejas y berberechos. Nadie puede decir que esta (la de Prado) no fuera cocina portuguesa por mucha “fusión” que hubiera en los platos, pues utilizaban producto local y versionaban platos conocidos por la cocina y habitantes locales. Sumadle una carta de vinos basada en los naturales y ¡boom! ¡Me quise encerrar allí para siempre y que no acabara nunca!

Pero los cuentos se acaban y tocaba seguir trabajando y aprovechando los “ratitos muertos” = ratitos gastronómicos. Ya al día siguiente, me pasé toda la mañana trabajando junto con Miguel. Al medio día, él tenía cosas que hacer y yo solo pensaba en dónde iría a comer, así que pregunté a Miguel por algo rápido y desenfadado: me mandó a la zona de Barrio Alto, a Rua das flores – Mercearia. Un pequeño local con mesitas enanas de mármol en las que justo me cabían las dos piernas entre las patas de la mesa. El local era una antigua mercería que mantenía parte de la decoración y mobiliario de entonces. Tres entrantes y cuatro segundos a elegir. Opté por una ensalada de bacalao con garbanzos y gallo frito con coentros (cilantro). Sencillo y brutal. Platos de latón, garbanzos bien cocidos y bacalao de verdad. No lo que comemos hoy en día. Bacalao con sabor a bacalao. Probablemente para más de uno sería demasiado fuerte, pero para los que sí sois fans del gádido, sabéis que hablo del auténtico sabor a bacalao. El gallo estaba también riquísimo. ¡Ah! Y vinos naturales (sin sulfitos).

Una gastronomía inspiradora. Me quedan pocas líneas para contaros lo que vino después. Lo dosificaré en pequeñas píldoras en artículos futuros. Hoy prefiero dejaros con las ganas de saber más. Porque hubo muchísimo más, pero también me apetece decir que Lisboa es un espejo al que mirar; una gastronomía con la que inspirarse, con la que volver a creer en uno mismo es más fácil; una ciudad que apoya a los pequeños negocios, los protege y los hace viables; una casa con las puertas abiertas a la que entrar con respeto y admiración, en definitiva, una gran gastronomía joven y con futuro. La proyección y el compromiso de tantos cocineros jóvenes con tantos modelos diferentes y que comparten un origen de producto y filosofía, no se ha dado a este nivel en ningún lugar que conozca.

Amigos cocineros, jóvenes emprendedores, ¡o nos ponemos las pilas, o nos las ponemos! Que los atajos no son buenos y la constancia no es tan cara. Si no, pasad un par de días por Lisboa.

Gracias de corazón a Miguel de Pigmeu por contarme tanto y hacerme creer todavía más en lo que ya creía. Si viajáis a Lisboa, pasaos por su garito, Pigmeu, y, por supuesto, por Prado.