Amaia Ereñaga
Erredaktorea, kulturan espezializatua
Entrevue
Ramón Barea
Actor, director y dramaturgo

«He pasado años comiendo lomo adobado y espaguetis»

A sus 75 años, camino de los 76, Ramón Barea (Bilbo, 1949) está más activo que muchos a los que dobla en edad. Acaba de estrenar dos películas, una serie de televisión y una obra teatral -seguro que se nos escapa algo- y disfruta del reconocimiento que da una carrera, más bien maratón, tan larga como la suya. Eso sí, hubo épocas duras, las del lomo y los espaguetis.

Barea, en la parte trasera del Arriaga. Reconoce que ahora siente, además de  reconocimiento, el cariño del público.
Barea, en la parte trasera del Arriaga. Reconoce que ahora siente, además de reconocimiento, el cariño del público. (Monika Del Valle FOKU)

Hemos quedado con Ramón Barea en Pabellón 6, el espacio que teatreros y gentes del sector montaron hace quince años en la bilbaina península de Zorrotzaurre. De la nueva nave que ocupará la Gazte Konpainia, otro logro de esta iniciativa de la que Barea es la cara visible, se puede ver ya su esqueleto; por contra, la nave industrial que alberga el teatro de Pabellón 6, con sus butacas “recicladas” y su aire alternativo, a finales de este año “caerá” para dar paso a un teatro municipal con todas sus equipaciones. La vida pone las cosas en su sitio, pienso mientras entro en esta península en obras, llamada a convertirse en el no va más de la expansión de Bilbo. Aquí esperan las instituciones que vaya también el “Hollywood del cine vasco”. Si el calentamiento global y un tsunami no lo impiden, mascullo mientras salto un charco. Allá por los años 60, cuando Ramón y amigos, un grupo de jóvenes irredentos y con inquietudes políticas, sociales y culturales, montaron Cómicos de la Legua (1965-1980), las cosas y el mundo eran distintos.

Pleno franquismo, todo por hacer, y aquellos Cómicos se convirtieron en la raíz de lo que sería el teatro contemporáneo vasco. Aquel joven administrativo, al que le gustaba el teatro pero no sabía muy bien por qué, ya dirigía y escribía; luego montaron el colectivo Karraka (1980-1995), una compañía que marcó una época, y paralelamente participaron en el nacimiento y afianzamiento del cine vasco actual: desde 1981, con “La fuga de Segovia” -con Álex Angulo, gran compañero y uno de sus actores fetiche-, Barea ha recorrido un largo camino que sigue por 2025, con “Los aitas” (Borja Cobeaga) y “Una ballena” (Pablo Hernando), estrenadas este marzo.

Este hombre encarna nada menos que seis décadas de teatro y cuatro décadas y pico de cine, me viene a la cabeza mientras posa para la fotógrafa, esta vez en el Teatro Arriaga, donde tantas veces ha estrenado. No le han dado un Goya, aunque lo rozó en 2023 con “Cinco lobitos”, de Alauda Ruiz de Azúa; pero sí el Premio estatal de Teatro, en 2013... da hasta vértigo resumir todo lo que ha hecho en su vida. Y también da vértigo cortar una entrevista (era mucho más larga) a un artista al que, me perdone, una siempre ha visto paralelismos con Fernando Fernán Gómez: es sumamente creativo, entrañable y con una cierta mala leche que le surge, menos mal, ante los poderosos. Barea, cómo no, ha vivido épocas de hambre -como en “El viaje a ninguna parte”, que llevó al teatro en 2021, con Itziar Lazkano, otra de sus actrices fetiche-, pero también días de vino y rosas. Su “¿Quién nos disparó?”, la coproducción para los teatros vascos sobre la historia reciente de Rumanía, llega el 15 de mayo al Gayarre y luego estará dos semanas en Pabellón 6. ¿Pero, este hombre no para?

De alguna manera, que el Ayuntamiento de Bilbo se haga cargo de levantar los dos nuevos edificios es una forma de reconocimiento a Pabellón 6, ¿no? Siempre tuvimos la sensación de que iba a ser una cosa temporal. Esto tenía un dueño al que le pagábamos un alquiler, pero esperábamos que, con los planes que había de urbanización, no íbamos a durar. La sorpresa fue que pasó el terreno a manos del Ayuntamiento y pensamos: «Ahora, ya sí que nos echan». Y el Ayuntamiento nos dijo: «Queremos mantener el proyecto. El espacio va a ser municipal, pero queremos que sigáis haciendo la gestión vosotros. No va a haber ningún tipo de interferencia». Para nosotros, eso era un lujo. A mí me parece muy admirable, porque no suele ser lo normal, pero en nuestro caso creo que hay que subrayar que, por una vez, ha habido una entente cordial entre Administración e iniciativa privada, lo que no es lo habitual. Es verdad que, desde muy al principio, la reacción fue en contra del proyecto. Nada más anunciarlo, venía gente del equipo de Iñaki Azkuna y la primera reacción fue de hostilidad.

¿Quizás porque no iba con el modelo de ciudad que quería el alcalde Azkuna? Puede ser. No lo sé muy bien, porque luego resulta que ha habido un apoyo decidido de toda la Administración... sin grandes alegrías económicas, hay que decirlo, pero como aquí una de las fuentes principales de ingreso han sido los socios y el público; es decir, que las cosas que se hacen a entrada... Bueno, y ahora mismo estamos en un momento dulce.

¿Se acaba la precariedad, entonces? Claro. En el caso nuestro, yo suelo jugar a decir que hemos sido teatreros sin teatro; o sea, que tienes el grupo, tienes la compañía y tal, pero luego no sabes lo que va a ser de tu vida.

Monika del Valle | FOKU

Algunas compañías, como Vaivén, han bajado la persiana. ¿Se ha cerrado un ciclo? El asunto es que la gente que alimentaba las compañías más veteranas se ha cansado. Es decir, es muy duro ser creadora o creador y, a la vez, gerente o digamos empresario, aunque sea con minúscula... bueno, con minúscula no, porque se mueve también dinero. Cuando empezaron los grupos de teatro independiente, había un espíritu colectivo, esta cosa de firmar colectivamente los trabajos, y había un nivel de riesgo muy grande. Se montaba un grupo con la idea de comerse el mundo. Ahora, hay un desgaste de algunas compañías. Me parece que el futuro va a tener que ver con que las compañías se instalen en los teatros municipales, en sus núcleos de residencia habituales, donde han nacido, y se vinculen a la movida social, educativa y asociativa que haya allí: en los institutos, en las escuelas de la localidad o de la ciudad en donde estén instalados, dando clases y generando actividad teatral en la zona.

Con La Maleta de Álex Angulo [una web a modo de archivo del teatro y cine vascos en homenaje al desaparecido intérprete], he estado haciendo memoria estos días. ¡Cómo han cambiado las cosas desde aquellos Cómicos de la Legua! Eran los 60-70, no había nada en este país, ni interesaba la cultura, y ustedes salen a hacer teatro político. Pasaba una cosa también: los que estábamos en la movida cultural éramos muy jóvenes, unos críos, y la Administración, Ramón Labayen [consejero de Cultura, entre 1980-1983] y demás, eran unos señores hechos y derechos. Los teatreros éramos unos veinteañeros molestos, unos indocumentados que no tenían ni idea de nada. Se nos menospreciaba mucho. Fue muy difícil ese arranque y fue una cosa de perseverancia el que resistieran grupos como Karraka, Geroa u Orain. Yo creo que era fruto de la obstinación y de que las compañías fueron acogidas por las comisiones culturales y por las movidas que había en cada pueblo. Seguramente eran movidas políticas más que culturales, pero me da igual, son los que nos traían a lo pueblos. Yo creo que por eso se creó una red importante. Era la época en que íbamos con una furgoneta de quinta mano y un amplificador que habíamos heredado de Oskorri, cuando era Natxo de Felipe y no era todavía Oskorri, que iba cargada de focos, la mesa de luces, el equipo de sonido y tal, para ir a actuar a donde fuera: a la calle, a un frontón o un cine en ruinas. Ahora lo normal es que, afortunadamente, los teatros estén equipados.

Los teatreros vascos han tenido mucho que ver con el cine vasco también, ¿verdad? Ha habido una relación muy estrecha: rodaban cortos con directores que luego daban el salto a los largos, por ejemplo. Yo creo que ha habido interrelaciones. Había una red, esto que ahora se dice como si se hubiera descubierto, y sí había una especie de red cultural. Era una red natural y asilvestrada; es decir, no obedecíamos a un plan cultural, porque no existía plan cultural para el País Vasco: existía iniciativa privada o posiciones políticas. Estabas interrelacionando sin querer por tus posicionamientos. De repente, tú hacías una cosa que te encargaban para el 50 aniversario del bombardeo de Gernika, y hablabas con Mikel Laboa. Queríamos usar su “Gernika” y le dijimos: «Hemos pensado que el canto final lo canten unos niños de la ikastola de Gernika». Y Laboa: «¡Anda, qué buena idea!, cuando grabe el disco de nuevo voy a meter unas voces de niños cantando». Cuando empieza el cine, Álex de la iglesia, que había trabajado con nosotros haciendo decorados en “Detrás del Sirimiri”, de Antxon Urrosolo, en los comienzos de ETB, nos llama a Álex Angulo y a mí para su primer corto. Pablo Berger hace también su primer corto y nos llama para “Mama” (1988). Lo mismo Borja Cobeaga, los de Lan Zinema... De pronto, los actores cercanos éramos nosotros y, para nosotros, hacer cine eran ellos. Había una red de intereses y de vivencias comunes.

A ver, en la cafetería del Arriaga, en los años 70-80, cuando estaba el teatro cerrado, o sea, casi en ruinas... fue la época en la que ni siquiera el Ayuntamiento lo quería, porque prefería el Teatro Campos. En esa cafetería, en la mesa de la izquierda estaban sentados Bernardo Atxaga, Juan Carlos Eguillor, Joanes Urkijo y Ruper Ordorika, una movida de poetas y escritores. Y unas mesas más allá, estaban los teatreros. Hay cosas que nosotros hicimos, como el “Bilbao, Bilbao” (1984), que todo el mundo estaba empeñado en que lo había diseñado Eguillor. Y lo habíamos inventado nosotros, pero, por la atmósfera visual de esa época, tenía referencias a Eguillor. O trabajábamos con Oskorri, que hacía música para nuestros montajes... o sea, esa red natural es la que nos enseñó a crecer en lo nuestro, porque todos veníamos de ser aficionados. Aquí no había escuelas, ni siquiera antecedentes profesionales en teatro o en danza.

Cuando empezó, no habría visto mucho teatro. ¿De dónde le vino la vocación? Sí que habíamos visto. Yo, cuando pienso mi formación, sí que es autodidacta, pero la de un autodidacta que, con 15, 16 o 17 años, está viendo teatro en Bilbao.

Andoni Canellada | FOKU

¿Cuál? ¿El teatro comercial de verano? Sí, y los Festivales de España, como se llamaban, y que venían en Semana Grande. Yo vi a José María Rodero con “El caballero de las espuelas de oro”, vi “La casa de los siete balcones”, de Alejandro Casona, y veía zarzuela, que me encantaba, porque era la oportunidad de ver en un teatro a 50 personas cantando y bailando. Y, cuando eres un adolescente con inclinaciones teatrales, pero no sabes muy bien por qué, es algo admirable. Luego, empecé a trabajar muy jovencillo, porque era mal estudiante.

Es que era oficinista antes de dejarlo todo por la interpretación, ¿verdad? De chaval estuve en Cocinas Corberó, en un muestrario que tenían por la zona de Castaños, donde estuve explicando a las señoras las ventajas del seguro ese que tenía, por el cual, si se va el gas, se apaga la cocina. Me lo había aprendido y hacía mis primeros monólogos [le da la risa] con las señoras que venían a interesarse por la cocina. Estuve también en el juzgado de instrucción de Primera Instancia, de chico de los papeles y auxiliar que escribía a máquina. Ya con 20 y pocos, digo: «Me voy a dedicar al teatro». Dejas todo, porque se empezaba a ver que, en lo que te habías movido como aficionado, empieza a tener tal dimensión... ¡hacíamos ciento y pico actuaciones al año, en ciento y pico lugares diferentes! Era una barbaridad.

Era aquel teatro independiente en el que los actores cargaban y descargaban la furgoneta, antes y después de hacer las actuaciones.

Cuando murió Lander Iglesias [actor y director fallecido el pasado mes de febrero], hice un guiño al recordarle, porque fue él quien me dijo: «Ramón, tú no vuelves a cargar una furgoneta. Tú eres director y actor y, cuando vayas a los teatros, que haya gente de carga y descarga». Cargar y descargar era lo nuestro; hacer el resto, también.

Mira, una aventura que la gente no sabe: Yo he estado detrás de la idea de una sala estable mucho tiempo y te voy a poner dos casos. El anterior a este fue en el barrio de Iralabarri, en colaboración con la Asociación de Vecinos, en unos pabellones industriales. Fuimos al Ayuntamiento para hacer mil escritos, para que un pabellón se convirtiera en un centro cultural autogestionado, y el Ayuntamiento: «¿Eso?, ¡pero si se va a demoler! Va a durar muy poco». Ha durado 20 años. Antes, también estuvimos a punto de tener nuestra primera sala, cuando éramos Cómicos de la Legua, en el colegio de monjas de la calle de la Ronda, que tiene un salón de actos con escenario, aunque entonces era una ruina. La madre superiora: «¿Y qué vais a hacer?». «Teatro. Somos de la parroquia, del club juvenil». Era el momento en el que estaba en Madrid la sala del Gallo Vallecano y empezaba a haber salas alternativas. Pero nosotros actuamos un 8 de marzo en lo que era el cine Albéniz, que se convirtió en el Teatro Albéniz, en un gran festival cuya reivindicación principal era el derecho al aborto y la defensa de las ocho procesadas de Basauri. Cuando volvimos, nos entreabrió la puerta la hermana superiora: «¿Vosotros sois los que habéis estado ahí?».

A ver, en un acto feminista, ¡pero si en Cómicos todos eran hombres! No había mujeres, no se atrevían o no sé muy bien qué pasaba. Éramos hombres haciendo papeles de mujeres, era enfermizo. Las mujeres entraron muy tarde pero, luego, en Karraka, siempre ha habido.

 

 

Dice mucho de la época que no hubiera mujeres en el teatro vasco. Sí, es verdad. Pensar en directoras o algo así era impensable. Estaba Maite Aguirre y nada más. Mi hermano, al que adoro, pero que es muy cabrón, una de las bromas que se traía con nosotros era decir que, en realidad, vivíamos de nuestras mujeres, porque todas trabajaban en un sitio “respetable”. Parte de verdad tiene, pero si no hubiera sido así, seguramente no hubiera nacido nada. O sea, hay que decir de la noche a la mañana: «Me voy a dedicar a esto y a ver qué pasa». Es una locura. Ahora lo ves con perspectiva y, seguramente, ya no mis hijos, que son mayores, pero si alguno de mis nietos dice «me voy a dedicar a esto»... aunque, bueno, ahora es distinto. Ahora hay escuelas y decir que eres actor es un reconocimiento social incluso.

Yo soy consciente de que todo lo que he aprendido, o he necesitado aprender, ha sido por el teatro; o sea, mi motor para decir «voy a hacer una cosa sobre este tema y quiero conocerla», esa inquietud social, canalizada a través del teatro, es la que a mí me ha formado. Yo no tengo estudios universitarios, no vengo de ahí, vengo de otro lado.

Han sido unos resistentes. Eso sí, sin duda. Hay una época gloriosa, en la que recuerdo que Pedro Goiriena [miembro de Cómicos] decía: «Joder, mi mujer trabaja en el Banco Vizcaya y, ahora mismo, estamos cobrando más que ella». Era una época en la que hacíamos muchísimas funciones. Hombre, luego no ha pasado eso. Ha habido altibajos; o sea, yo me he pasado años comiendo lomo adobado y fideos de esos, espaguetis.

Luego Cómicos se separaron, con aquel enfado histórico, del que surgieron Karraka y Markeliñe, ¿qué pasó? También es otra cosa históricamente mal contada. Al final de Cómicos estábamos cansados, porque había sido muy tenso y porque ya se había muerto Franco, empezaba la Transición, la gente empezaba a militar: uno en EE, el otro en EMK... Había una precisión política, mientras que en los años de franquismo todo el mundo era antifranquista. «¿Cómo hacemos? Habrá que disolver el grupo. ¿Y, quién se queda?», y nos quedamos todos los que estábamos [Cómicos tenía una escuela: Esther Velasco, Loli Astoreka, Ramón Ibarra, Álex Angulo... toda la peña aquella, más los que se habían unido después, y solo una persona es la que no quería estar en ese grupo [se refiere a Carlos Panera]. Entonces, públicamente sale como que Cómicos de la Legua se divide en dos tendencias y yo cometí el error de decir «nos cargamos el nombre del grupo». Curiosamente se manejó lo políticamente correcto, que era que Maskarada iba a hacer teatro en euskara... y ¡no existía Maskarada: existía Carlos, que era el más joven de Cómicos! Se dio a entender que había habido una escisión. Y no hubo conflicto: hubo cansancio. Quedó así, porque la versión oficial era más bonita: se han dividido los malos, que son los que van a a hacer teatro en castellano, pero no teníamos ninguna vocación de hacer teatro solo en castellano.

Aquel Karraka marcó una época, con montajes como «Bilbao, Bilbao», «Historia de un soldado», «Ubú emperatriz»... ¿Ha echado la cuenta de cuánto ha escrito o dirigido?

No.

¿Por qué? ¿Le da vértigo? En Wikipedia, es muy curioso, pero la parte más importante de su biografía es la de sus participaciones en cine. Una barbaridad por cierto. Son cerca de 200 audiovisuales: cortos, largos, series... Sí, ahí no he parado, he tenido mucha suerte. La primera vez que Álex Angulo y yo nos enfrentamos a una cámara fue en “La fuga de Segovia” [Imanol Uribe, 1981]. En la primera secuencia, que se rodó en un patio en Tolosa, en un colegio que se disfrazó de cárcel, el primer plano que se rodó era un plano general con una grúa moviéndose y se veía a los presos paseando. «Vais hablando de cosas y tal», nos dijeron. «¿De qué hablamos?», «Da igual, de lo que queráis». No había micro ni nada, aquello era un plano general de actividad en la cárcel. Se va a repetir y repetir, para nosotros era: «Espera. Hemos dicho no sé qué, ¡que no se nos olvide!». Se rueda la segunda toma y van a rodar una tercera, y paramos para decir: «Oye, Imanol, que hay un problema. Es que nosotros la segunda vez no hemos dicho lo mismo» [risas]. Y él: «Es sonido ambiente, no os preocupéis». ¡No teníamos ni puta idea de cómo se hacía cine! No habíamos hecho nunca cine, ni tele, ni nada y, además, siempre con la sensación de que eras un impostor; o sea, que el cine lo hacían los otros, los actores que habían venido de Madrid: Guillermo Montesinos, Mario Pardo... Esos eran los actores; nosotros, unos infiltrados, unos polizones.

Monika del Valle | FOKU

Sí que había complejo de inferioridad ahí. Pero incluso la Administración. Hay una anécdota que me parece muy reveladora: se hacían varias tomas en cine, no en vídeo. Durante el rodaje, se elegía un cine cercano, donde se hacían las proyecciones de las tomas. Entonces no había moviola de vídeo; o sea, solamente podías ver lo que había rodado proyectándolo y en una mala copia. Entonces, me acuerdo, en esos pases a los que asistía con mucho interés la gente que en aquel momento estaba en el tema de cine y la cultura -no me acuerdo de los nombres; no es por no decirlo, es que de verdad no me acuerdo-, la inquietud era: «¿Por qué se ha repetido tantas veces, se ha velado la película?».

Ha participado de secundario en una barbaridad de películas, pero de protagonista en no tantas, ¿qué ha pasado? No me ha importado estar de protagonista en una y, en la siguiente, hacer tres sesiones. Fui protagonista en “Santa Cruz, el cura guerrillero” [Tuduri, 1991], de las recientes en “Negociador” [Borja Cobeaga, 2015], “Atilano presidente” [Aguilar y Guridi, 1998], que éramos Manuel Manquiña y yo, antes fue “En la puta calle” [Enrique Gabriel, 1997]... Y nunca he tenido representante. Los representantes siempre juegan a caballo ganador y no me hubieran dejado hacer un protagonista y, a la siguiente, hacer tres secuencias en una peli en la que quería estar. Y yo también seguramente he permanecido, porque me lo he montado así, porque no me he planteado ninguna carrera.

¿El criterio para elegir papeles era que el proyecto le gustara, simplemente? Sí. Y luego he tenido la suerte de que me ha llamado gente muy interesante. Los directores y las directoras con los que he trabajado han sido un lujo.

Sigue trabajando a destajo, ¿por qué? De repente, me llaman de un festival de no sé qué sitio, que me han dado un premio de interpretación por un corto que ni he visto. O sea, que lo he rodado, que lo han estrenado y que, de repente, acumula premios. Ahora voy a empezar dos obras primas. Me siguen llamando y sigo sin representante y feliz de seguir trabajando. Yo no pienso para nada en la jubilación. Todo el mundo a mi alrededor se está jubilando y me hablan de las ventajas de la jubilación, y yo digo que no me imagino una situación mejor que la que tengo: dedicarme a lo que me gusta es una gozada. Mientras esté que no se me olvide el texto y demás cosas, no tengo ninguna intención de jubilarme.

A Arantxa Urretabizkaia le he oído que la ciencia nos ha regalado veinte años más de vida y que habrá que aprovecharlos en vez de quedarnos en casa. Ha cambiado el concepto de la vejez, ¿verdad? ¿Sabes? Hay un guion que yo tenía la confianza plena de que ETB lo iba a coger y lo desestimaron. Es una película que se titula “Yayo”, aunque igual si le hubiera llamado “Aitite”, tendría más suerte, pero era “Yayo”, porque era una imagen inspirada en mi padre, un tipo que nació en Navarra y era músico. La idea era una visión feliz de la vejez. Había una parte que yo no entendía de mi padre, que era muy de hacer bromas y de buscarse pequeñas ocupaciones. El truco era que todo el rato tenía que hacer cosas, cosas tan importantes como ir a tomar café a este bar, darse un paseo y luego ir a la plaza, porque, a las 4, el sol se pone en cierto banco. Mi padre murió con 98 años. Yo decía, «¡qué padre más raro tengo!», y luego descubres, cuando te vas haciendo mayor, ¡qué actitud ante la vida! No lo veías nunca enfadado, siempre eran elementos de disfrute. Todavía la quiero hacer, tendré que ir a una de las plataformas. Es un tema que a mí me interesa, seguramente por la edad y porque, joder, cuando me ofrecen a veces papeles son de un anciano con Alzheimer. ¿No hay un anciano feliz en la perspectiva del cine español?