Jonathan MARTINEZ
Investigador en Comunicación
GAURKOA

Ley de fugas

En 1862, un viajero británico llamado William Dodd visitó las Islas Baleares y tomó notas para un libro que después se publicaría bajo el título de “Tres semanas en Mallorca”. Corrían los tiempos de Isabel II, de los escarceos carlistas y de las asonadas campesinas. Durante su travesía, Dodd se encontró en más de una oportunidad con las patrullas de la Guardia Civil, que por entonces era un cuerpo con apenas veinte años de experiencia. Había sido creado, se supone, con el fin de custodiar aquellos caminos donde no eran infrecuentes los asaltos bandoleros y el flujo del contrabando.

Dice Dodd que los guardias civiles solían actuar con una inflexible eficacia. Si se cruzaban con un individuo que había quebrantado la ley, lo invitaban a entregarse. Y si el individuo no se entregaba, lo achicharraban a balazos sin mayores ceremonias. «Notificar la operación al cuartel era suficiente. Al sortear los formalismos, se evitaba todo un mundo de molestias relativas a investigaciones y castigos». Dodd se refiere así a una práctica que fue moneda corriente bajo el mando de Ramón María Narváez. La ley de fugas era la pena de muerte sin juicio, una ejecución sumaria sin incordios burocráticos.

Pero esta norma no escrita está emparejada ya para siempre con la memoria de Severiano Martínez Anido, cuyos delirios represivos le depararon una merecida fama de inquisidor y matarife. Miguel de Unamuno lo calificó como «uno de los más crueles verdugos de todos los tiempos». Frente a la Barcelona insurgente de 1920, frente al remolino de pistolas proletarias, Eduardo Dato aceptó las demandas patronales y nombró gobernador civil a Martínez Anido con la intención de que sofocara cualquier repunte de anarquía. Las armas parapoliciales apuntaron a los sindicatos y los trabajadores empezaron a morir acribillados por la espalda.

El 21 de enero de 1921, el ABC recogía el relato policial de una de las escabechinas más sonadas de aquellos días. Dicen que la Guardia Civil conducía a cuatro peligrosos sindicalistas hacia la Modelo cuando unos malhechores abrieron fuego contra la fuerza pública. Los arrestados aprovecharon el tumulto para darse a la fuga y los agentes no tuvieron más remedio que balearlos hasta la muerte. La historia del movimiento obrero, que no admite las versiones oficiales, cuenta que la benemérita llevó a cuatro inocentes a un rincón mal iluminado de Barcelona para abatirlos como a alimañas. La noticia que difundieron los periódicos había sido redactada antes del crimen.

Martínez Anido, que hizo carrera bajo la dictadura de Primo de Rivera, se dio a la fuga en la Segunda República para no responder ante la justicia por sus andanzas criminales. Sin embargo, cuando los militares se alzaron en Melilla, las aguas regresaron a su tiránico cauce. En 1938, Franco instaló a Martínez Anido en el ministerio de Orden Público para que su reputación sanguinaria hiciera tiritar de pánico a los republicanos. El franquismo nacía así con el sello de la ley de fugas. Una vez terminada la guerra, los maquis iban a pagar su resistencia con los disparos sin previo aviso de la ley de bandidaje.

Hay ejemplos sobrados de disparos a discreción en el último franquismo, pero algo se tuerce a principios de los setenta. Hasta entonces, los activistas se enfrentaban con seguridad a una noche de calabozo, muy probablemente al suplicio de las torturas y tal vez a un consejo de guerra con un largo epílogo carcelario. Pero el Proceso de Burgos dejó tras de sí un reguero de revueltas populares y desató un temblor internacional que erosionó los ánimos del régimen justo cuando Franco trataba de estrechar lazos con la diplomacia europea. Había otras formas de exterminar al adversario sin tantas apariencias y tantos timbales.

En marzo de 1972, la Guardia Civil derribó a tiros a Jon Ugutz Goikoetxea en las inmediaciones de Elizondo. En septiembre, dieron plomo a Joxe Benito Mujika y a Mikel Martínez de Murgia en Lekeitio. Después tumbaron a Juan Antonio Aranguren en el paso fronterizo de Urdazubi. En abril de 1973, la Policía mató a Eustaquio Mendizabal en Algorta. En septiembre, las beneméritas balas cayeron sobre Rafael Quilez en un control de tráfico en Arrigorriaga. En octubre mataron a Joaquín Diestre en Fruiz y a Horacio da Silva en Erriberagoitia. En diciembre, la Policía frió a balazos a Josu Artetxe en Donostia y a Pedro Barrios en Madrid.

Las muertes de celada y gatillo rápido continuaron como un goteo obstinado hasta bien entrada la democracia. Hay casos tan brumosos y dispares que resulta estéril buscar patrones compartidos. En algunas ocasiones, no obstante, la prensa vestía de enfrentamiento episodios en los que el muerto aparecía desarmado o con la espalda aguijoneada, y las intervenciones forenses eran como mínimo negligentes o los familiares no tenían derecho a recuperar el cadáver. Todavía hoy, la Ley de Secretos Oficiales impide conocer todas las aristas de la verdad y la Ley de Amnistía impide reclamar responsabilidades penales.

Esta semana hemos sabido que un informe académico encargado por el Gobierno vasco señala la emboscada de la bahía de Pasaia como una ejecución extrajudicial de la Policía de Felipe González. Los pormenores de aquella matanza son de sobra conocidos, entre otras cosas porque los ha contado Joseba Merino, que escapó por una afortunada chiripa de la tormenta metálica. Era la noche del 22 de marzo de 1984 y los policías habían secuestrado a Rosa Jimeno para utilizarla como carnada. Primero mataron a José María Izura y a Pedro María Isart. Después, en un aparte, fusilaron a Rafael Delas y a Dionisio Aizpuru.

La infamia no solo se encuentra en los 113 orificios de bala que presentaron los cadáveres o en la versión gubernamental, que disfrazó la masacre de enfrentamiento. Hay una pestilencia que atraviesa varias décadas de impunidad, encubrimientos y amnesias selectivas. Hay víctimas que no son víctimas porque alguien aún cree que merecieron lo que nadie merece: morir a escondidas sin ley y sin fuga.