Mirari ISASI
COMICIOS PRESIDENCIALES Y LEGISLATIVOS EN BRASIL

Una crispación inédita esboza un escenario poselectoral imprevisible

Un Brasil crispado y dividido, herido por la corrupción, la violencia y una grave situación económica, vive hoy sus comicios presidenciales más imprevisibles desde que recuperara la democracia en 1985 tras una atípica campaña electoral sobre la que ha planeado la sombra de las Fuerzas Armadas y que ha cerrado con el excapitán ultraderechista Jair Bolsonaro y el académico «petista» Fernando Haddad como mejor situados para dar el salto a la segunda vuelta el próximo 28 de octubre.

Corrupción, pobreza, desempleo –con casi 28 millones de personas (27%) buscando trabajo–, vivienda y violencia son las principales preocupaciones de la ciudadanía brasileña, llamada hoy a votar en unas elecciones presidenciales y legislativas cuya campaña evidenciado un desconocido nivel de polarización. Algo más de 147 millones de brasileños están citados a las urnas, a las que probablemente se acerquen –el voto es obligatorio para mayores de 18 y menores de 70 alfabetizados, aunque la abstención ha ganado puntos en las últimas citas– más con la determinación de depositar un voto «anti» o un voto útil que de respaldar unas propuestas concretas.

Así se presentan las elecciones presidenciales, las más inciertas de las últimas décadas, a las que concurren trece candidatos. Solo dos pueden pasar a la segunda vuelta, prevista para el día 28. Según las encuestas, el excapitán ultraderechista Jair Bolsonaro (36,7%) y quien fuera compañero de Luiz Inácio Lula da Silva hasta su inhabilitación, Fernando Haddad (24%), que son también, dicen esos sondeos, los que más rechazo suscitan. Los pronósticos auguran un empate técnico en la ronda definitiva.

Además del proceso judicial contra Lula da Silva, la violencia y una preocupante injerencia militar han marcado una atípica campaña a la que se ha puesto fin hace unas horas.

Al margen de la violencia endémica diaria en el país, dos sucesos encendieron las alarmas: el tiroteo contra una caravana de Partido de los Trabajadores (PT), aplaudida por Bolsonaro, y el acuchillamiento por un perturbado del propio candidato del Partido Social Liberal en un acto electoral el 6 de setiembre, lo que le aupó en los sondeos, que ya lideraba tras la inhabilitación de Lula, cuando parecía haber tocado techo e iniciar una tendencia a la baja. Dos hechos, aunque antes ya se había dado la militarización de Río de Janeiro y la muerte violenta de la activista Marielle Franco, que podrían anunciar una ola de violencia política mayor en un contexto explosivo por los altos índices de desempleo y subocupación.

El otro aspecto más llamativo de la campaña ha sido el protagonismo militar que comenzó durante el proceso judicial contra Lula y ha ido en aumento, interfiriendo directamente en el proceso electoral, algo que las Fuerzas Armadas no hacían desde los oscuros años de la dictadura. Altos mandos del Ejército no se anduvieron con rodeos al rechazar un eventual aval judicial a la candidatura de Lula e insinuar un monitoreo del proceso electoral y un posible veto a una victoria del PT.

Desde el regreso de las elecciones directas, los militares nunca habían «tutelado» unas elecciones, siempre habían sido aliados de otros proyectos. Esta vez, sin embargo, no solo han dado un paso al frente con la fórmula exclusivamente militar, e inédita en la democracia que Brasil recuperó en 1985, formada por Bolsonaro y el general retirado Hamilton Mourao, sino que esta lidera los sondeos con más de diez puntos sobre su inmediato perseguidor, Haddad, impulsada por la elevada inseguridad (175 homicidios diarios de media) y el desencanto generalizado con la clase política, en gran parte por la trama de corrupción ligada a Petrobras que ha salpicado a todos los partidos aunque solo se ha personificado en el PT.

Quizá por eso, no se trata de una confrontación de ideologías, ideas o propuestas sino de un voto «anti», bien sea contra la línea manu militari que ofrece Bolsonaro –hasta ahora «anti-Temer» o «antiajuste»– o contra la corrupción –«anti-PT»–.

Con su discurso misógino, racista, homófobo y de apoyo, sin pudor, a la dictadura y, con ella, a los torturadores, Bolsonaro, que defiende una aplicación extrema del neoliberalismo y la liberalización de la tenencia de armas, tiene un gran apoyo entre los jóvenes y en sectores con mayores ingresos y mayor nivel educativo, un respaldo más masculino que femenino y más blanco que afrobrasileño o indígena y, aunque católico, es el candidato de los evangélicos ultraconservadores. Su manejo de las redes sociales y su ausencia de los debates electorales, donde no ha tenido que confrontar argumentos, ha favorecido su despegue en las encuestas.

Las mujeres, que representan el 52% del total del electorado, han sido las primeras en plantar cara al fascismo que representa el aspirante ultraderechista, a quien llaman «el innombrable», y en defender de la democracia.

El académico Haddad, catapultado como presidenciable tras la inhabilitación de Lula, concurre con Manuela D’Ávila, del Partido Comunista. Se incorporó a la campaña a falta de cuatro semanas para los comicios, cuando el resto llevaba meses de rodaje, pero ha conseguido recoger parte del caudal de apoyo a Lula (40%), pese al desgaste del PT por los escándalos de corrupción y por 13 años en el poder. La bendición de Lula, que podría haber ganado en primera vuelta, es el principal capital del exalcalde de Sao Paulo y exministro de Educación, que ha tenido que bajar del pedestal académico para mezclarse con la masa. Carismático y popular entre los jóvenes, se presenta como el hombre que resucitará los considerados mejores años de Brasil y desmontará las reformas liberales de los últimos dos años.

A mucha distancia de Bolsonaro y Haddad se sitúan Ciro Gomes, Geraldo Alckmin, Marina Silva, que buscan pescar en un inencontrable electorado centrista, y ya descolgados, el resto de candidatos. Pero su posicionamiento para la segunda vuelta será determinante.

De confirmarse el paso de los dos primeros, la izquierda deberá votar al «petista» desoyendo las llamadas al voto en blanco, como si no hubiera diferencias entre ellos y el escenario futuro fuera a ser el mismo gane uno u otro, o a la abstención, que utiliza como principal argumento el programa y trayectoria «procapitalista» del PT y sus «capitulaciones» ante la derecha.

Bolsonaro ya tiene el apoyo de la derecha tradicional y está atrayendo a quienes apoyaron la destitución en 2016 de Dilma Rousseff con un golpe parlamentario con forma de «juicio político» por un mero tecnicismo contable. Y ha recogido el desencanto y el sentimiento «anti-PT» del electorado, harto de inseguridad y corrupción.

Pablo Orellano, una voz crítica desde la izquierda en el seno del PT, es claro: «La izquierda está siendo incapaz de ofrecer respuestas y las inquietudes de la población están siendo vehiculizadas por la derecha, ya sea a través de la religión, el conservadurismo moral o los discursos de mano dura en materia de seguridad», que es lo que representa Bolsonaro. «No basta combatir a la extrema derecha, es necesario construir una alternativa» que dé respuesta –o sensación de confort, como hace la derecha– a la desesperación del pueblo, sostiene.

En todo caso, quien salga elegido tendrá que hacer frente a la pesada herencia dejada por Michel Temer tras dos años al frente del país después de apartar del poder a Rousseff. Dos años de políticas de austeridad en los que aplicó un programa de ajuste en inversión social, privatizaciones y regresión de derechos sociales para liquidar el proceso progresista que puso en marcha Da Silva e impulsó durante más de una década el PT, aunque en los últimos años su trayectoria virara y no implementara las transformaciones sociales esperadas, aplicando incluso reformas muy cuestionadas.

Pero si hay un dato que refleja lo que han sido las políticas de Temer, además de la recesión y el desempleo, es el índice de pobreza, un reto para el próximo jefe de Estado. En una década, Lula sacó de pobres a unos 30 millones de personas y eliminó el 75% de la pobreza extrema. Entre 2014 y 2018 el número de pobres subió de 17,1 a 23,3 millones (33%), pero la pobreza extrema creció aún más, un 11% sólo en 2017, golpeando a cerca de 15 millones de personas (7%).

Lo único claro es que próximo presidente será el primero en dos décadas sin apoyo mayoritario del Congreso, en el que se espera poca renovación de género y generación, una importante fragmentación y ninguna desconexión de la influencia del mundo ruralista y empresarial.

Tampoco hay que olvidar que en estos comicios se juega también la suerte de América Latina, ya que marcarán el apuntalamiento del modelo neoliberal que se está restaurando en la región o la posibilidad de reconstruir, tras la victoria del mexicano Manuel López Obrador, un nuevo eje progresista contrario a la actual estrategia belicista de EEUU y la OEA e impulsor de la integración regional y de políticas de inclusión social.