Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Otro expolio: el del relato

Hace unos pocos años, estuvimos trabajando en el fuerte de San Cristóbal para recuperar los cuerpos de cerca de 150 presos que habían fallecido allí y que los carceleros enterraron en una ladera del monte Ezkaba. Se trataba de difuntos indocumentados, a priori, a los que un cura piadoso puso fecha y nombre, introduciendo en una botella aquella hoja con destino futuro. Quedó en nuestro imaginario colectivo como el Cementerio de las Botellas.

La excavación generó expectativas, jamás en Euskal Herria se había abordado una investigación de época reciente con una fosa de semejante magnitud. Expectativas que tuvieron su primer freno desde la Capitanía General de Iruñea, que intentó paralizar la investigación. Desde Madrid le corrigieron, al amparo de la Ley de Memoria Histórica. Familiares de aquellos desaparecidos supieron por primera vez de los suyos y recuperaron sus restos.

Sin embargo, los halcones del relato único no pararon. Las impresionantes inscripciones que habían escrito los presos en las paredes de sus húmedas celdas durante años, contando amores, zozobras, incluso dignidades, fueron borradas con nocturnidad y alevosía. Si el recuerdo imputa responsabilidades y aguza conciencias, no hay nada mejor que eliminar las evidencias.

La destrucción de pruebas para poder completar el relato, modificarlo o incluso enterrar el oficial, no es nueva. Martín Villa, el ministro del Interior de la Transición, ordenó quemar cerca de dos millones de documentos, en su tiempo. Los expedientes de centenares de ejecutados extrajudicialmente durante los primeros años del franquismo concluyeron en la hoguera. Incluso la documentación catalogada en archivos militares sobre el bombardeo de Gernika no existe. También ha sido hurtada. Sin pruebas, no hay relato.

A este expolio, planificado y continuado, se une la frivolización por todo aquello que no tenga que ver con esa historia oficial machaconamente repetida. En el caso del Cementerio de las Botellas, la propuesta es escalofriante. UPN propuso que todo el entorno represivo, por el que pasaron miles de presos, centenares de ellos luego ejecutados, fuera convertido en un moderno parque de atracciones. Un Disneyland navarro. Afortunadamente su proyecto cayó en el baúl del olvido. Un ejemplo más, entre centenares.

Cada vez que nos roban un trozo de nuestra memoria, una parte de nuestra propia identidad se evapora. Y esa es precisamente la primera razón de desapariciones, de hogueras, de frivolizaciones, de mentiras y de manipulaciones. Quieren que pasemos a engordar la lista de la sumisión a través no ya de una escandalosa manipulación de su relato, sino del expolio del nuestro.

Quieren que esa transmisión que durante años se hizo en clandestinidad, desde la oscuridad de un sótano con una multicopista, o a través de las letras de un trabajo impreso al otro lado del Atlántico, se rompa definitivamente. Lo intentaron con vehemencia durante la dictadura, lo intentan ahora a través de otros métodos.

Quienes hemos tenido la afortunada oportunidad de existir en esta franja reciente de la historia, conocemos el contexto, la verdad, aunque pueda ser matizada, sabemos el nombre de los verdugos y también sus amenazas y el tamaño de sus fusiles. Sabemos del significado del terror, de la picana, de la soledad de la celda, de la nostalgia del exilio. Pero también del calor solidario, del sabor de la lucha, de la disposición generosa y militante de miles de compañeras y compañeros, anónimos en su mayoría.

Por eso, no nos pueden hurtar a través de la invisibilidad o a través de la hoguera, del pasado reciente, de las luchas obreras que marcaron nuestro ADN, a pesar de la vergüenza que a veces sienten por ello algunos de quienes entonces nos acompañaron. Juzgan ahora a esos jóvenes que no vivieron aquel 3 de Marzo pero quieren recordarlo, como si todo fuera reducido a una mera cuestión administrativa.

El relato impuesto nos roba continuamente no solo el 3 de Marzo, sino las deportaciones de los líderes obreros, las luchas obreras de Bandas de Etxabarri, el traslado de esquiroles a barracones custodiados por la Guardia Civil, las movilizaciones de Euskalduna, como si hoy únicamente se tratara de un centro de la cultura moderna, las huelgas generales recientes, ¿siete, ocho?, contra las reformas laborales auspiciadas por Zapatero, Aznar, González o Rajoy.

Ese mismo relato frivoliza con la solidaridad con nuestros presos, las movilizaciones disueltas a tiros, para engrosar a tanta víctima, mortal o no, en el embudo de los «daños de la lucha contraterrorista». Definiendo la historia, desde ese ámbito siempre insolidario que han sido los gobiernos de Gasteiz e Iruñea, preocupados por la fotografía de pactos como el de Ajuriaenea o en servir el té a los engreídos de Confebask, como un relato discontinuo y matizado por una única violencia.

Esa misma crónica que ha tenido otra expresión en los relatos municipales sobre víctimas auspiciado desde la dirección de Jonan Fernández, con clara intencionalidad política por marcar abismos entre la acción y la reacción. Que se pliega hasta en los detalles como en el reciente informe entregado al Ayuntamiento de Errenteria: «el primer guardia civil asesinado por ETA y el primer militante de ETA abatido a tiros por la Guardia Civil». El lenguaje no es neutro. No es el camino «hacia una memoria compartida».

Ese relato que olvida a este país que debería estar en la primera fila de la historia europea de las luchas contra el monstruo nuclear que fue Lemoiz, al que por cierto también quisieron convertir, ya abandonado, en un parque de atracciones. Y que, a pesar de ese partido político que apuntaba a que acabaríamos comiendo berzas y leyendo pasquines a la luz, tenue supongo, de una vela si Lemoiz no entraba en funcionamiento, se paralizó.

Un espíritu de lucha que fue vanguardia en la derogación del servicio militar, que contó con una mayoría de presos insumisos tanto en el Estado español como en el francés, años de cárcel, de movilizaciones, de iniciativas. El preámbulo de las derogaciones de ese servicio militar, vigente desde hace 150 años, debería contener estas cuestiones. No hay magnanimidad entre los amos, sino retroceso ante los avances populares.

Es ineludible saber quiénes somos y por qué hemos llegado hasta aquí. En las fábricas, en los colegios, en los barrios. El sufragio femenino, la abolición de la esclavitud, las vacaciones laborales, la semana de 35-40 horas, las ikastolas… centenares de victorias que no llegaron por cambios climáticos, ni por inseminación divina. No es cierto que vayamos de derrota en derrota. Miles, cientos de miles de hombres y mujeres dedicaron su existencia precisamente para llegar a nuestro escenario actual. A pesar de los relatos con intención que nos cuentan y escriben.

Tenemos una gran responsabilidad histórica. He oído más de una vez, y no precisamente desde el otro lado de la barricada, que profundizar en la memoria, en un relato veraz, es mirar al pasado, anclarnos en las batallitas del abuelo, enrocarnos en peleas estériles. Lo sería así si el debate fuera exclusivamente académico, como también algunos lo desean. Es profundamente político.

En esta responsabilidad, hoy precisamente se presenta un proyecto como Korapilo (Fundación Iratzar) que trata de arrojar luz sobre la apuesta de ruptura democrática en la Transición. Una época que hoy se quiere edulcorar como la conciliación entre franquismo y democracia.

Construir nuestra memoria, ahondar en nuestro relato, es presente, porque se trata precisamente de nuestra identidad. Una identidad que nos la quieren destruir, modificar o, en otros casos, matizar. Es algo, sin embargo, que debemos construir nosotros. Y por ello, porque es nuestra voluntad, la memoria, colectiva o individual, es un proyecto de futuro, de lo que decidamos ser. Sumisos o insumisos. Actores o espectadores.