Ainara LERTXUNDI
CONSECUENCIAS DE LA POLÍTICA CARCELARIA

Las pequeñas grandes víctimas de la dispersión

El hijo de Igor y Alaitz nació en prisión. El de Aner, de dos años, convive con su madre en un módulo de Aranjuez. Las hijas de Iera solo pueden ver a su aita una vez al año sin cristal, en Lisboa. Y el de Maite, de 17 años, se ha pasado toda la vida en la carretera sin entender todavía por qué se le impone ese castigo extra.

Alaitz Areitio fue detenida estando embarazada y su hijo nació en prisión. Igor Igartua, arrestado en la misma operación que su compañera en junio de 2007 en la localidad francesa de Bagnères de Bigorre, salió en libertad aproximadamente hace año y medio, y desde entonces vive con el niño, de seis años. En febrero, cumplirá siete. Igor tiene prohibido entrar en el Estado francés, y por tanto, visitar a Alaitz con el hijo de ambos.

La prisión de Rennes, donde está Areitio, dispone de las conocidas como «unidades de convivencia familiar». «La última vez, madre e hijo pudieron estar 48 horas, un fin de semana entero, en una de esas casas, a las que te permiten ir una vez cada seis semanas, pero una misma persona no puede ir dos veces seguidas. Eihar lo suele hacer una vez cada tres meses», explica Igartua.

«La alegría por ver a su ama supera todas las incomodidades. Desde el principio le explicamos con claridad cuál era la situación; que no puedo viajar con él, que en las visitas ya no podemos estar los tres juntos como cuando yo estaba preso... A su regreso, me cuenta lo que ha hecho con su ama, esto y lo otro... Él nació en prisión y siempre hemos gestionado el tema con la verdad. Es muy consciente de todo», expone Igartua.

Desde el otro lado de la puerta llegan las quejas de Aiur, de dos años, que reclama la presencia de su aita, Aner Petralanda. Hace escasos días que salió del módulo de madres de la cárcel de Aranjuez, donde vive con su madre, Anabel Prieto, y donde las condiciones de vida y las trabas hasta para los detalles más pequeños se han agravado en el último año y medio, aduciendo «los recortes y la falta de personal penitenciario».

44 grados y sin acceso a la piscina

Ese fue uno de los argumentos de los funcionarios para tratar de impedir el acceso de las madres presas y de sus hijos a la piscina en pleno verano, con casi 44 grados.

«Ahora, las visitas las hacemos en los locutorios, cuando hasta hace año y medio eran cada fin de semana en las salas destinadas a los vis a vis. Anabel salía con Aiur, como el resto de madres presas. También han limitado las entradas y salidas de la cárcel de los niños a dos veces por semana, pese a que ellos no están presos. La alimentación ha empeorado. Por las tardes no les permiten la salida al jardín de la prisión como dicta el reglamento -enumera Petralanda-. Mantienen una lucha diaria para lograr el cumplimiento de este y otros derechos básicos. El mensaje de Instituciones Penitenciarias es claro; `tienes derecho a ser madre, pero bajo estas condiciones'», concluye.

Esta situación ha sido puesta en conocimiento del Gobierno de Lakua y del Ararteko. «En su respuesta alegan que mentimos, pero implícitamente también reconocen que se están vulnerando los derechos de los niños. Lo achacan a la crisis y a que hay ciertas cosas a las que no pueden llegar porque no tienen efectivos suficientes».

«Nuestro reto como padres es que tengan una niñez lo más feliz posible y minimizar el impacto emocional que conlleva esta situación. Dentro y fuera tiene todo el afecto del mundo, de su ama, de su aita... Y pese a estas duras condiciones Aiur es un niño feliz -asegura-. No estamos pidiendo nada extraordinario, ni quiero que me den una palmadita en la espalda, sino que se respeten los derechos de nuestros hijos y los de sus padres y madres presos», enfatiza.

Los cuatro juntos, solo una vez al año

El compañero de Iera Abadiano, Andoni Zengotitabengoa, lleva cuatro años -en marzo serán cinco- en la cárcel de máxima seguridad de Monsanto, en Lisboa. Solo le permiten un vis a vis al año o alguno extra por «motivos especiales, como un nacimiento o una celebración que tenga connotaciones religiosas». Salvo en esas visitas anuales, las hermanas, de diez y siete años, viajan por separado, alternándose cada mes, en compañía de su abuela. «Salimos los jueves. Cogemos el tren en Gasteiz, y, generalmente, va directo a Lisboa. Son doce horas de viaje que, exceptuando en fechas señaladas como navidades, hacemos en literas, y si no en asientos normales», explica.

Las visitas ordinarias, prosigue, las realizan en un pequeño locutorio con cristal y con escasa sonoridad. «Este habitáculo no reúne las condiciones para mantener un diálogo entendible y menos con niños pequeños, que ya de por sí no aguantan una hora en silencio, sin hacer ruido y sin moverse en un diminuto espacio cerrado con llave. La menor de mis hijas ni siquiera llega al cristal si no la coges en brazos».

Solo en ese vis a vis anual, que «normalmente hacemos en febrero», desaparece el cristal y pueden estar los cuatro juntos. Pero el lugar del cristal lo ocupa una mesa alargada, otro muro de separación más. «A un lado está Andoni y al otro, nosotras tres. Es una visita de hora y media bajo la constante vigilancia de un policía armado. De su voluntad depende estrictamente que mis hijas puedan tener o no un mínimo contacto físico con su aita, tocarle la mano...», explica Abadiano con voz pausada.

Salvo este encuentro anual, la única vía por la que pueden compartir una comunicación conjunta es la telefónica: «Una llamada a la semana de diez minutos en la que nos oímos utilizando el manos libres».

Una cámara de fotos, una excepción

En prisión, hasta la reivindicación más básica acaba en una sucesión de instancias y recursos. Así, las peticiones para tener una fotografía terminan con frecuencia en el despacho de algún juez en Madrid o a merced de la voluntad de los funcionarios.

En una de sus últimas visitas, Kepa Del Hoyo, encarcelado desde hace 17 años, y su hijo -tenía mes y medio cuando lo detuvieron- no se lo podían creer cuando un funcionario le entregó sin previo aviso una máquina de fotos de usar y tirar. Pudieron retratarse mutuamente y en solitario 27 veces. Son pocas o casi ninguna las imágenes cuando se está en prisión. «Y en alguna ocasión, hasta le han roto un fotografía de su hijo», comenta Maite Sánchez.

Kepa lleva 13 años en Badajoz, a unos 700 kilómetros de Euskal Herria. Antes estuvo en Valdemoro y en Alcalá. «A Langraiz solo lo han traído una vez, para ver a su aita. Estuvo cuatro meses», recuerda.

Siempre con «la mochila a cuestas», la suya propia y la de su hijo, Maite, como el resto de familiares, se las ha tenido que ingeniar para poder hacer una planificación dentro del «caos» que impone la dispersión. «La etapa más complicada, quizás, comenzó a partir de los once años. No sabía cómo encarar la situación y situarse frente a ella. Cuando son más pequeños es más complejo viajar por la cantidad de infraestructura que requieren -biberones, pañales, silla...-, pero solo piensan en jugar y jugar hasta el cansancio, y en estar con su aita, para quien poder cambiarle el pañal o compartir con su hijo un dibujo es un momento único. Hacia los once años empiezan las preguntas, el querer situar la figura paterna, y con ello el experimentar cierta impotencia ante hechos que no logran comprender como, por ejemplo, que a última hora te denieguen la visita. Debes mantenerte lo más estoicamente posible y explicarle lo que ocurre de modo que esa sensación de rabia totalmente comprensible no se transforme en un sentimiento más negativo», manifiesta Sánchez.

Interrogantes también ligados al entorno escolar, donde la ausencia, no solo física, se hace palpable en situaciones tan simples y cotidianas como una fiesta o tener que llevar a clase un álbum familiar. «He tenido suerte de contar con un ambiente en el que el resto de padres sabía desde el principio dónde está Kepa», comenta.

Otro de los múltiples daños colaterales que genera la dispersión en los menores es la pérdida de clases, tener que preparar los exámenes o hacer los deberes durante los largos trayectos en tren, coche, autobús, taxi... así como la imposibilidad, en la práctica, de realizar actividades que requieran disciplina de grupo.

«A mi hijo le gusta el fútbol, pero ha tenido que dejar el deporte a un lado porque los partidos mayoritariamente se juegan los sábados y él muchos no puede, bien por estar de viaje o bien porque lo estoy yo. En estas circunstancias no te puedes comprometer a una actividad en equipo», subraya Sánchez.

«Ama, lasai, ama, lasai»

«Cada vez que salgo de viaje, mis hijas me preguntan ¿volverás, no? Yo les digo que, sí, pero realmente no sabes con certeza la respuesta. Es duro que tus hijos sientan ese miedo. Aunque intento tranquilizarlas diciéndoles que únicamente serán dos noches, no es suficiente. Es increíble que sigan ignorando y conculcando de tal forma la Declaración Universal de los Derechos del Niño y sigamos padeciendo un castigo añadido por nuestra condición de familiares», denuncia Abadiano.

«Cada viaje es un mundo. Nunca sabes cómo acabará. Mi hijo siempre me dice `ama, lasai, ama, lasai'», añade, a su lado, Sánchez.