Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Fondo de armario

Superar una herida en términos psicológicos tiene que ver con cambiar de uniforme. Usando esta metáfora, cuando alguna experiencia nos hiere, deja una marca en forma de daño persistente, nos ‘viste’ con un uniforme que vamos a ver cada vez que nos pongamos delante del espejo. Y, durante un tiempo, dicho uniforme incluso eclipsará nuestra persona, uno que conlleva férreamente un rol. Del mismo modo que solo vemos a un policía o a un dantzari y no las personas que hay detrás, cuando nos miramos puede que nuestra herida y el uniforme que nos coloca nos haga desestimar todo lo demás. A mayor dimensión de la herida, más chillón será el uniforme, y menor la capacidad de atención a otros aspectos, incluidos aquellos que nos permitirían liberarnos de ella.

Sin embargo, las heridas, como cualquier otra experiencia, tienen un marco, suceden en unas circunstancias, y tienen inicio y final en la realidad; si bien, en la mente pueden tener una extensión muchísimo mayor a medida que la recordamos, la evitamos, la vemos en otras relaciones o situaciones… Esa atención constante va ampliando la intensidad del ‘color y estampado’, de ese uniforme que termina caracterizándonos como “el herido, la herida”, ante nosotros mismos o, a veces también para otros. También empezamos entonces a identificarnos con las ‘funciones’ que desempeña quien viste un uniforme así, es decir, con los métodos que usa quien tiene una herida así para sobreponerse a ella, o sobrellevarla. Nos decimos que los medios que empleamos son los ‘lógicos’ según esa herida y ponemos en ejercicio las acciones derivadas sin cuestionar si tenemos otras opciones. De forma automática, una determinada herida parece conllevar unas determinadas opciones, restringiendo el resto.

Si me han traicionado, no volveré a fiarme; si me han abandonado, no volveré a vincularme; si me han ninguneado, odiaré. Nos aferramos a la inflexibilidad como respuesta a la injusticia vivida, a la falta de poder que experimentamos, y nos hacemos los fuertes en torno a una deuda insalvable que reflejará el dolor sufrido, y lo iremos automatizando. Esa identificación con la herida se va tornando en nuestra fantasía en un ‘rasgo’ de personalidad, y la experiencia se cristaliza, se fija a nosotros, protegiéndonos por su absolutismo y rigidez, pero limitando nuestra libertad –suele decirse que la seguridad implica pérdida de libertades–. El tiempo pasa y la talla de ese uniforme tiene que revisarse a medida que crecemos. Y es entonces cuando surge la oportunidad de actualizarse. En otras palabras. ¿Voy a seguir identificándome con este hecho como algo constitutivo de mí en esta nueva etapa? Por ejemplo, ¿seguiré siendo la persona que no era invitada a los cumpleaños en el colegio? ¿Seguiré siendo el chico al que no hacían caso las chicas? ¿O la chica que era maltratada por sus parejas cuando era joven? Estas preguntas son incómodas porque parece que confrontan la condición de “herido” o “herida”, como si su respuesta pudiera ningunear el sufrimiento. Pero es precisamente el desapego para con esa herida, la renuncia a la deuda imaginaria que a menudo le otorgamos a quien la infligió lo que nos da la libertad para continuar.

¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que esa herida se convierta en una experiencia más entre muchas? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que podamos ser libres para identificarnos con otras cualidades diferentes que venimos desatendiendo? ¿Cuántas oportunidades tenemos que perder de que se dé una experiencia que contradiga la herida en el cómputo general de las creencias sobre la vida, los demás o uno mismo? No sé si se trata del tiempo, pero sí sé que poder definirnos en torno al aprendizaje de la herida, quitarse el uniforme y el rol de dolientes, e ir de nuevo a pecho descubierto es lo que nos permite sobrevivir con resiliencia, sin acumular rencor, y poder así crecer. Sí, en algún momento habrá que volver a arriesgarse si queremos ser libres.