Dirán lo que quieran del cine francés, pero año tras año, este se confirma como modelo a seguir en absolutamente todas las facetas en que se puede manifestar el cine. A nivel autoral, los festivales más prestigiosos del mundo se apuñalan los unos a los otros para tener, por lo menos, una o dos propuestas de dicho país en su sección oficial; en el plano más comercial, despierta igualmente mucha envidia el que cada año esta cinematografía marque tan buenos resultados en taquilla, tanto dentro como más allá de sus fronteras.

Será por el famoso sistema de cuotas en sus salas de exhibición; será porque la industria gala ha aprendido a conectar como pocas con el gran público, ese que no entiende demasiado de nacionalidades. Para muestra, un tacaño, es decir, el nuevo film de Dany Boon, estrella de primer nivel dentro de la nueva comedia francesa de masas. Esta película dirigida por Fred Cavayé supone, además, un ejemplo casi enciclopédico de cómo sacarle máximo partido a una materia prima mínima. Raquítica, podría decirse también. En el caso que ahora nos ocupa, hora y media de metraje gira en torno a un solo concepto: un profesor de violín es un agarrado de tomo y lomo. Hasta el punto de no perdonar ni dos céntimos en la factura del supermercado. Literal. Pues vaya.

Introducción, nudo y desenlace se mezclan en un cuerpo desesperantemente homogéneo. Bebe todo del mismo combustible, esa broma originaria que no evoluciona; que simplemente se explota hasta la saciedad. Durante dicho proceso, cae algún gag mínimamente simpático, más por méritos de la fría estadística o de algún ataque de inspiración repentina de monsieur Boon, y no por verdadero acierto del guion. El resto queda en los dominios del piloto automático, es decir, del manual, tacaño donde los haya, de (pre)fabricación del enésimo hit taquillero francés. Todo visto y reído antes. Un déjà vu que ya aburre.