Casa sin hijos, higuera sin higos

A quienes les gusten las historias o cuentos fabulados que contienen una gran metáfora no deben perderse “La higuera de los bastardos”, que despliega narrativamente una sencilla pero muy potente simbología tomada de la novela homónima de Ramiro Pinilla, y que juega con la significación compartida de conceptos que conectan la naturaleza con la organización social, resumidos en el binomio casa-árbol. La idea tal vez partiera del hecho de que a los esquejes que se plantan para que crezcan y den frutos se les llame “hijuelos”, o también “retoños”. Lo original de este relato es que dicha terminología alegórica se aplica a la memoria histórica, a partir de la realidad trágica de las familias que quedaron rotas en la guerra del 36. Los hijos y hermanos de los fusilados no olvidan, por lo que se puede hablar de una dependencia duradera en varias generaciones entre los supervivientes y los asesinos de sus seres queridos.
Sabido es que las heridas del tiempo son difíciles de curar, pero “La higuera de los bastardos” propone una vía de redención como ejemplo para cicatrizar la dolorosa sangría del pasado. Del mismo modo que se plantan retoños del Santo Árbol de Gernika, la más humilde higuera es trasplantada a la categoría ceremonial de Santo Árbol de Getxo. Y no es que quiera hacer un fácil juego de palabras, pero Karra Elejalde se redime a la vez que su personaje de las exigencias del encasillamiento actoral al que viene siendo sometido, convirtiéndose en el sostén de la película dentro de un reparto irregular en sus secundarios. Marca tan bien el tempo narrativo que conduce la transición del drama a la comedia surrealista con una rara y valiosa armonía interna.
Debe ser la inspiración buñueliana, pues Ana Murugarren ha hecho muy bien en encomendarse a “Simón del desierto” (1965), para desarrollar la chocante figura del falangista ermitaño, digna de Don Luis.

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