Janina PEREZ ARIAS
Elkarrizketa
NAHUEL PÉREZ BISCAYART
ACTOR

«Los actores tenemos mucha más voz que aquellos a quienes realmente importa escuchar»

El protagonista de la aclamada «120 pulsaciones por minutos», dirigida por Robin Campillo, narra algunos entresijos de esta película, que trata la historia de los activistas franceses que le hicieron frente al VIH/sida, a la sociedad y a la indolencia del gobierno.

Pasará a la historia el momento en el que, en la 70 edición del festival de Cannes, Pedro Almodóvar, presidente del jurado, se convirtió en un mar de lágrimas en la proyección de “120 pulsaciones por minutos” (“120 battements par minute”). No era para menos. La historia de los activistas de Act Up- París que le hicieron frente al VIH/sida a principios de los años 90, le tocó el alma al director manchego, al igual que a muchas personas que han visto la cinta dirigida y escrita por el francés-marroquí Robin Campillo, y protagonizada por Nahuel Pérez Biscayart (Buenos Aires, 1986).

«Muchas veces, al final de la película la gente empieza a chasquear los dedos, otros lloran, y cuando estamos presentes, nos aplauden de pie durante varios minutos», describía Pérez Biscayart en Zinemaldia, donde “120 pulsaciones por minutos”, Gran Premio del Jurado en Cannes, formó parte de la programación de la sección Perlas. Y como en duplicado, este filme generó un idéntico torrente de emociones que sintió Pedro Almodóvar, el mismo registrado a su paso por las salas de cine de diferentes países.

Pérez Biscayart (“Lulú”, “Todos están muertos”, “Stefan Zweig: Adiós a Europa”), quien ya ha borrado las fronteras físicas de las cinematografías mas no su acento porteño, encarna a Sean, uno de los férreos activistas de Act Up-París. Junto a sus compañeros de lucha se empeña en hacer visible a los enfermos, a la enfermedad, a la incapacidad del gobierno e instituciones para enfrentar la vorágine del VIH/sida, pero también a la estigmatización de una sociedad desinformada que sencillamente optó por dar la espalda.

Antes de embarcarse en este proyecto, ¿conocía la labor de la asociación de lucha contra el VIH/sida Act Up-París?

No sabía nada, pero todos tuvimos una parte de documentación muy concreta. Pudimos acceder a los archivos del Instituto Nacional Audiovisual de Francia y vimos todas las acciones que hacían los pibes de Act Up. También leímos los libros de Didier Lestrade, quien fue el presidente y fundador de Act Up (en 1989), y vimos varios documentales. Pero quizá lo más importante es que tanto el director (Robin Campillo), el productor (Hugues Charbonneau), así como el coguionista (Phillipe Mangeot) habían sido activistas de esa organización. Estábamos trabajando con personas que habían lo que estábamos filmando. Los pibes de Act Up eran muy inteligentes, estaban constantemente en acción, hacían política de la representación, hasta de la fabricación de estereotipos. Todo lo que hacían era además muy visual. Estaban en muchos frentes y usaban los medios de comunicación para llegar a la sociedad, que no veía o que no quería ver, con un mensaje muy claro y chocante.

Sean, su personaje, ¿corresponde a una persona real en concreto?

Las personas que vivieron esa época podrán reconocer en la película determinadas energías, determinados roles que podrían haber ocupado algunas personas reales. No se trata de un biopic, pero está claro que los personajes están inspirados en personalidades de la época, en configuraciones políticas de ese tiempo, en cómo funcionaba ese equipo. Es muy interesante el hecho de que Act Up era un grupo muy diverso, sus integrantes estaban íntimamente o no afectados por el VIH/sida; tuvimos acceso a esos personajes que conformaban una heterogeneidad muy interesante, pero la idea nunca fue imitarlos o representarlos. En la película hay referencias a personas que existieron, pero que corresponde a una parte de un personaje que a su vez tiene elementos de otros. Básicamente la historia está construida a partir de las memorias de Robin, Hugues y Philippe.

¿Cómo fue el proceso para lograr transmitir tanta verdad sobre todo en las escenas de las reuniones de Act Up?

Se generó de una manera muy mágica. El director buscó durante nueve meses a los actores (Arnaud Valois, Adèle Haenel, Antoine Reinartz, Félix Maritaud, entre otros), que tienen personalidades muy particulares y para mí constituyeron una fuente de inspiración. Esas escenas las ensayamos tres veces en un anfiteatro, para ver cómo se armaba el encadenamiento de las frases, la energía del grupo. Me pasó algo muy fuerte que nunca antes había experimentado: me creí esas situaciones como si fueran reales. Fue algo rarísimo, con un nivel de ingenuidad como cuando de chico vas al teatro y te crees todo (se ríe). Miraba a mis compañeros y me decía: «¿Es que soy el único actor acá?, ¡se van a dar cuenta que yo soy un impostor!». No se puede explicar bien cómo se logra transmitir esa verdad, cada uno de nosotros teníamos algo muy fuerte para aportar. Me enamoré de todos mis compañeros de reparto.

Durante esos primeros ensayos y el rodaje, ¿creyó que esta película sería algo especial?

Lo que sentía era que había mucho potencial, que se producía algo muy inspirador. Eso tuvo mucho que ver con el casting que hizo Robin, porque cuando juntas a actores que funcionan puedes dar la película por hecha. Entonces solamente tienes que soltar los elementos, encuadrarlos, dejar que fluya la historia, permitir respirar a esos seres una vez que les has alimentado. Eso fue un poco lo que sucedió con este filme; vimos que la ficción se desbordó en la realidad, y a la inversa, y aunque nadie tenía idea del mundo que estábamos interpretando, la electricidad entre nosotros se produjo de manera muy natural.

Hablar de «120 pulsaciones por minuto» alrededor del mundo se percibe como una forma de activismo, ¿está usted dispuesto a ser un abanderado de la lucha contra el VIH/sida?

No, porque creo que quienes lo tienen que hacer son las personas que están íntimamente tocadas por el tema. Por respeto no quiero encarnar una voz que no es la mía, además no me siento capacitado. Sin embargo estoy dispuesto a poner mi nombre, a acompañar desde un lugar simbólico. Los actores siempre tenemos una especie de responsabilidad en cuanto a las películas que encarnamos, y lamentablemente tenemos mucha más voz que aquellos a quienes realmente importa escuchar.

Asumir este personaje ha sido un completo acto de arrojo, no solo por llevar una carga significativa de la película, sino también porque en poco tiempo tuvo que dominar el francés. ¿Se siente valiente en su carrera?

Más que valiente, me siento un inconsciente (se ríe). Vivo cagado de miedo cuando hago cosas así, y constantemente atravieso malezas. Sin embargo, creo que ahí está la posibilidad de encontrarse con algo que nunca haya visto o vivido, como si ese lugar fuese la puerta de acceso a los sueños o a cosas que el mundo intenta suprimir. Por lo general cuando siento miedo, significa que hay algo interesante por descubrir.

Más allá de todos los reconocimientos que ha tenido la película en todo el mundo, ¿le cambió como persona?

Sí, completamente. Creo que cuando uno engendra algo de manera profunda, es imposible que no salga transformado. Me cambió en muchos lugares muy íntimos, y en el terreno de la actuación, hasta hoy estoy aprendiendo una cantidad de cosas fenomenales.

Usted no es francés, no vive en Francia, y de repente pasa a ser la cara más visible de esa época y de la lucha de Act Up- París. ¿Cómo lleva eso?

Como actor eres una herramienta. Es algo que te sobrepasa, que es mucho más grande que vos, y si puedes descansar en ese lugar, no tienes nada que temer. En París me han pasado cosas muy locas, como que me vean por la calle y se me acerquen, pero no sean capaces de articular palabra y se pongan a llorar. O gente que nunca antes había hablado con un actor, pero se me aproximan porque tienen la necesidad de decirme que algo les cambió. ¡Eso es fantástico! A veces piensan que vos sos ese personaje o que llevas la fuerza de la película, pero eso es lo mágico de hacer cine. También ha habido señoras unos 60 años que se nos han acercado con un sentimiento de culpa que no pueden explicar, se vienen como a excusar, como si yo fuera uno de aquellos jóvenes olvidados. Otros nos dan las gracias por la necesidad de esta película, por haber contribuido a exorcizar el tema, nos agradecen que se pueda ver en la pantalla, que se pueda llorar, sentir culpa o alegrarse. En fin, que se pueda hacer algo con ese trauma, ya que Francia quedó muy traumatizada por esa época, sobre todo porque estaban bajo un gobierno supuestamente de izquierda que promovió un clima de que todo estaba bien, y en realidad durante 10 años el Estado no hizo nada contra el VIH/sida.

¿Hasta qué punto cree usted que la emotividad puede ayudar a impulsar una conversación franca sobre el VIH/sida?

Creo que todo está vinculado de manera muy estrecha. Existen diferentes emociones y disparadores de emociones, y lo que he podido constatar con esta película es que no se trata de una simple emoción temporal o sugerida de manera medio demagógica por el filme; siento que la emoción que se despierta es bastante profunda. Por citar un ejemplo, recuerdo del caso de un señor que iba a ir a la fiesta del estreno después de la proyección, pero no pudo asistir porque estuvo tres horas llorando. Esa no es una emoción temporal, no es como lo que se siente cuando ves un melodrama. Hay gente también que ha visto el filme cinco veces, o personas que se quedan tan en shock que no son capaces de ponerle palabras a lo que han visto. Para mí el mejor halago del mundo es cuando haces una película que luego no puede ser intelectualizada o que no puedes explicar tan fácilmente, pero se siente la necesidad de decirle a los demás que algo de eso lo atravesó de manera muy íntima. Esas reacciones para mí ya son bastante políticas.