Jonathan Martínez
Investigador especializado en comunicación
GAURKOA

Insumisos

Yo era un niño cuando se llevaron preso a mi vecino Manu. Durante algún tiempo, el mismo tiempo que Manu permaneció encerrado en la cárcel de Basauri, mi pueblo se mantuvo cubierto de carteles fotocopiados con su nombre y su rostro en blanco y negro y consignas que por entonces no fui capaz de comprender. La infancia es el territorio de las preguntas así que yo no paré de preguntar por qué se habían llevado preso a mi vecino Manu. Por insumiso. Y qué es insumiso. Que no quieres ir al Ejército. Y por qué alguien querría ir al Ejército. Buena pregunta, chaval.

Recuerdo que en mi primera niñez quise ser astronauta, supongo que por culpa de la épica espacial que nos inspiraban algunos dibujos animados. Después quise ser bombero, imagino que por culpa de aquellas campañas televisivas de famosetes que canturreaban todos contra el fuego. Más tarde quise ser veterinario y salvar animales y también misionero para largarme el día del Domund a alimentar a los niños del Zaire. Pero cuando se llevaron preso a mi vecino Manu ya solo quise ser insumiso. Y tú qué vas a ser de mayor, chaval. Insumiso. Pero eso no es un trabajo. Pues claro que sí.

En los primeros años noventa, el movimiento insumiso construyó el decorado rebelde de mi infancia. Recuerdo los murales y las protestas y las canciones y aquel dibujo icónico del niño que cagaba sentado sobre un casco militar. «Mili KK», coreaba Reincidentes en 1991. Yo no voy ni con la papa, ten cuidao pero ataca. El caso es que a muchos niños de aquella generación, la mili llegó a parecernos un infierno insufrible al que nadie merecía terminar condenado. Tu primo mayor, el hermano de tu mejor amigo, el hijo de tu vecina, todos regresaban de la leva forzosa con la cabeza pelada, más chupados y con alguna anécdota de lo mucho que les había puteado el teniente Peláez o de cómo se las ingeniaron para no tener que besar la rojigualda en la jura de bandera.

En agosto de 1990 había comenzado la guerra del Golfo y aquella fue la primera vez que la humanidad tuvo la ocasión de ver un bombardeo televisado. Mientras cargábamos de mermelada las tostadas del desayuno, podíamos seguir los pormenores de la operación «Tormenta del Desierto» de la misma forma que habíamos seguido los goles de Amor y Julio Salinas en la final de la Copa o la actuación de Azúcar Moreno en Eurovisión. Las bombas cayeron sobre Bagdad y Sadam Husein lo llamó ‚ «la madre de todas las batallas»‚ aun cuando aún no sabía que quince años más tarde iba a ser derrocado y ahorcado por una coalición internacional sedienta de petróleo. En las navidades de 1990, Marta Sánchez había bailado soldados del amor entre los reclutas alborotados de la fragata Numancia. Juraría que los insumisos no salían nunca por la tele.

Si ahora cuento todo esto es porque el movimiento insumiso ha cumplido treinta años esta misma semana. El 20 de febrero de 1989, 57 jóvenes se presentaron ante los gobiernos militares de sus respectivas ciudades para declararse insumisos al Ejército español. Once de ellos fueron a parar a prisiones militares. En el cuartel de Mungia terminaron tres de los once insumisos que habían acudido al Gobierno Militar de Bizkaia. Se llegaron a celebrar más de 4.000 juicios, 1.670 activistas fueron encarcelados y el Ministerio de Defensa tuvo que hacer frente a cerca de 25.000 insumisos durante doce años de resistencia. Fue el movimiento antimilitarista más poderoso de Europa. En febrero de 1991, cuando estaba a punto de terminar la guerra del Golfo, “El País” explicaba que la mitad de los insumisos procedían de Euskal Herria. Ya en julio del mismo año, el parlamento de Gasteiz debatía la cuestión y un primerizo Patxi López reclamaba que los jóvenes que se habían situado «al margen de la ley‚ sí fueran procesados y juzgados». Al principio, mi vecino Manu fue mi única referencia en el noble arte de mandar al servicio militar a freír puñetas. Más tarde he ido conociendo a otros jóvenes comprometidos que iluminaron el camino de la desobediencia y que no querían un mundo gobernado por la OTAN ni por las guerras ni por el comercio de armamento.

Ahora tal vez nos parece una batalla inocente y lejana pero el precio que pagaron nuestros insumisos fue demasiado alto. Es difícil hablar de insumisión en Euskal Herria y no recordar a Unai Salanueva, Beltza, que se arrojó por la ventana de su casa minutos antes de que le forzaran a regresar a la cárcel de Iruñea para cumplir condena. Era 10 de febrero de 1997. Tenía 22 años y era hijo de un militante de LAB. El 2 de setiembre de ese año, el insumiso Kike Mur murió sin asistencia sanitaria en su celda de la prisión de Torrero. Tenía 25 años y le quedaba un mes para cumplir su condena. El 20 de febrero de 1998, durante una concentración de apoyo a los insumisos frente a la prisión de Topas, un jeep del Ejército arrolló a la activista de Iruñea Virginia Garaioa. Tenía 23 años. Los tres murieron en mitad del silencio mediático.

La represión contra los insumisos fue despiadada. Al margen de las privaciones de libertad, el ministro de Justicia del PSOE Juan Alberto Belloch impulsó una reforma del Código Penal que castigaba con hasta catorce años de inhabilitación a quienes se opusieran al servicio militar obligatorio. Uno de los predecesores de Belloch en el Ministerio, Enrique Múgica, ya había presumido de mano dura frente a los desertores. El 15 de marzo de 1989, en un debate con Joseba Azkarraga en el Congreso, Múgica acusó al movimiento por la objeción de conciencia de estar amparado por «elementos radicales y violentos‚ vascos con el propósito de perturbar las bases del Estado democrático». El 9 de marzo 2001, después de doce años de subversión masiva, el Gobierno de Aznar se ve obligado a suspender el servicio militar obligatorio. En mayo de 2002, las cárceles españolas aún retenían a cinco insumisos por un delito que hacía más de un año que había dejado de existir. En junio, Ander Eiguren abandonaba la prisión militar de Alcalá de Henares. Fue el último insumiso liberado.

En la primavera de 2000, llegó a mi casa una carta del Ejercito español. Yo todavía era menor de edad. Pertenezco a la última generación que fue llamada a levas. Desde que se llevaron preso a mi vecino Manu, yo había estado esperando ese momento. Pero ahora el servicio militar obligatorio era un Ejército en retirada y mi reclutamiento agonizó entre demoras burocráticas, así que nunca tuve que entregarme ni aceptar una condena estándar de dos años, cuatro meses y un día. Ni siquiera tuve la oportunidad de ser insumiso. Solo puedo dar las gracias a mi vecino Manu y a Mariano Gómez y a Unai Salanueva y a todos los insumisos que entregaron lo mejor de su juventud para no ir al Ejército. Ellos fueron el ejemplo más admirable de mi infancia. Como dice aquella canción de Oskorri que escribió Jon Sarasua, si no es una carta de amor devuélvesela al remitente. Funcionarios. Carceleros. Jueces. No podéis convertirme en un triste número. Natural sentitzen dut egiten dudana eta natural egin sentitzen dudana. Insumiso egin naiz, horixe da dana. Ahaztu gabe guztioi musu handi bana.