Aritz INTXUSTA
IRUÑEA

El control del archivo judicial, clave para no olvidar cómo fue Nafarroa

La transferencia a Nafarroa de la gestión de los archivos judiciales cumple 20 años. La historia de estos papeles es la de la propia Nafarroa, tanto desde el punto de vista del autogobierno (reflejan la pérdida de la condición de Estado) como desde un punto de vista histórico, pues narran cómo era la sociedad en lo cotidiano y en lo extraordinario.

El verdugo vino de Burgos y hubo que pagarle viaje y fonda. El tablado lo levantaron carpinteros del taller Francisco Araujo, que cobraron 160 pesetas. A Bonifacio García le rompieron el cuello con el garrote vil. El 11 de mayo de 1908 la Audiencia Territorial de Iruñea le había condenado a muerte por matar a un matrimonio en Oteitza al que robó.

Aquella era la primera vez que ejecutaban a una persona de manera tan discreta, ya que el garrote se aplicó en esa ocasión en el interior de la vieja cárcel de Iruñea (la que derribó Yolanda Barcina), que entonces estaba recién terminada. Se había inaugurado unos meses atrás. Antes de la de Bonifacio, las ejecuciones eran un espectáculo en Iruñea. Al principio los mataban en la misma la plaza del Ayuntamiento y luego cambiaron a la Taconera. La última ejecución allá fue la de Toribio Eguía (1885).

Parte de la historia de Nafarroa, como estas dos anécdotas negras e inhumanas, está escrita en sumarios judiciales. En los sótanos de la Audiencia Provincial hay miríadas de cajas de cartón con folios de documentación generada en los tribunales. Teresa Eslava cuida este extensísimo tesoro. «Si pongo todas las cajas que hay aquí en fila, serían 17,5 kilómetros, como de aquí hasta la sierra del Perdón», comenta. Aproximadamente, hay 1.680.000 expedientes.

La documentación sobre las ejecuciones de Toribio y Bonifacio no están en ese sótano que tiene la temperatura y humedad controladas. Las 45.000 cajas únicamente contienen casos de los años 70 a esta parte. «Digitalizar esto sería una locura», comenta Eduardo Elcano, otro archivero. Lo sería tanto por trabajo que costaría escanear, como por el miedo a que los archivos se corrompan. «El papel es más seguro», remarca Elcano.

El inmenso archivo es perfectamente funcional pese a su tamaño. El año pasado tuvieron que rescatar 6.000 expedientes a requerimiento de los distintos juzgados. Nuevas pruebas pueden revivir una causa olvidada y requerir papeles del inmenso cementerio de casos cerrados al que no paran de llegar más documentos. Los archiveros destruyen todo lo prescindible en base a un protocolo estricto, pero la bestia crece a una velocidad mayor.

Las purgas del archivo

La historia de estas ejecuciones con garrote sobrevivió de puro milagro. La historia del archivo judicial refleja también la de la propia Nafarroa. El Reino tuvo tribunales propios hasta 1836, poquito antes de aquella ley que llamaron Paccionada y que certificó la defunción del Estado navarro. Antes de que todo fuera traspasado al Ministerio de Justicia español, alguien tuvo el acierto de trasladar los documentos de los procesos llevados por las Cortes Mayores navarras antes de 1836 al Archivo Real. En lo sucesivo, la responsabilidad de aquellos papeles recayó en el Ministerio español, que por desgracia actuó con bastante menos mimo y cariño.

El edificio de los tribunales navarros estaba en la Plaza San Francisco (o más bien, era aquella plaza, pues fue el derribo del edificio el que creó ese solar). La demolición ocurrió en torno al año 1968, que es cuando el Ministerio español desembarcó en la ciudad levantando un edificio nuevo, que hoy es la sede del Parlamento. Aquellos funcionarios españoles resultaron ser mucho más pragmáticos que los navarros y decidieron matar dos pájaros de un tiro. Resolvieron el problema de la acumulación de papeles y el gasto en calefacción del nuevo edificio quemando la documentación sobrante en la caldera. Así, gran parte de aquellos documentos judiciales generados de 1836 en adelante ardieron para tener a los jueces calentitos.

El control de toda esa documentación –aunque no su propiedad, que sigue siendo del Ministerio– lo recuperó Nafarroa hace 20 años. Los funcionarios que cuidan de él, como Eslava y Elcano, dependen del Gobierno navarro tras cumplimentarse parcialmente la transferencia en materia de justicia en virtud del Amejoramiento. Son ellos los que han rescatado algunos procedimientos, como los citados garrotes, para evidenciar el valor histórico de este tipo de documentos.

Las calderas de lo que hoy es el Parlamento se comieron infinidad de sumarios, pero todavía más se perdieron en 1937 cuando, en plena guerra, hacía falta pasta de papel y se dio orden de reciclar. Fue la pura suerte la que permitió conservar la peripecia en Nafarroa del anarquista Juan García Oliver, cofundador del grupo Los Solidarios, del que también era miembro Buenaventura Durruti.

El Studebaker del ministro

El peculiar suceso ocurrió cuando faltaban aún diez años para que Emilio Mola anunciara el golpe de Estado desde la balconada del edificio que hoy guarda el Archivo Real –y, por ende, donde hoy se conserva el sumario de este anarquista–. García Oliver alquiló un coche con conductor en Tafalla el 15 de octubre de 1926. Era un flamante Studabaker Special Six y de aspecto recordaba a un Rolls Royce descapotable. En principio, el inocente chófer tenía que llevar a García Oliver y otros anarquistas disfrazados hasta Elizondo.

No habían avanzado ni 20 kilómetros por la carretera vieja (la anterior a la N121), cuando encañonaron al conductor y le obligaron a bajarse del Studebaker cerca Oloriz, donde lo ataron a un árbol. La verdadera intención de los anarquistas era robar el Banco Hispano Americano en el Paseo Sarasate, cosa que no pudieron hacer pues estamparon el coche contra un carro poco antes de llegar.

En el archivo judicial han aparecido todos los papeles del caso, como las fichas policiales de ese temerario anarquista que también intentó cepillarse al rey Alfonso XIII, aunque tampoco en esa ocasión le acompañara la suerte. En estas fichas que se conservan en el archivo de casos navarros se indican su estatura, color de iris del ojo izquierdo, forma del lóbulo de la oreja y otros rasgos clave que se empleaban para reconocer a la gente en busca y captura antes de la huella dactilar y el ADN. Lo más llamativo de la biografía de García Oliver, sin embargo, fue alcanzar el rango de Ministro de Justicia con semejantes antecedentes. Fue con el gobierno de Francisco Largo Caballero, cuando ya había empezado la guerra tras el golpe de Estado. Duró en el cargo medio año (de setiembre 1936 a mayo de 1937).

La navaja y la catedral

Del archivo judicial no solo tiene valor lo insólito. Beatriz Marcotegui, otra archivera, se acerca a un sumario en forma de libro que generó una pelea de bar para explicar otro caso. El 5 de octubre de 1869, Hermenegildo Glaría y Saturnino Domínguez, dos concejales de Burgi, se enzarzaron en una fuerte discusión. La cosa se fue de las manos y pasaron a las navajas. Glaría se llevó la peor parte, con varios tajos en el brazo que le impidieron trabajar 13 días. El otro concejal hubo de indemnizarle con 13 escudos y pagó un mes de arresto.

Lo que le gusta a la archivera Marcotegui de los papeles judiciales que generó esa trifulca es que los funcionarios se incautaron de ambas armas. Y alguno de ellos, con escrupulosa precisión, se preocupó en dibujarlas a escala real en el margen de uno de los documentos escritos a mano. «Hemos conseguido identificar qué navaja fue. La hicieron en Francia y es de la marca Thiers», señala Marcotegui. Aquel cuchillo plegable de 21 centímetros fue un éxito de ventas y dice mucho de una época violenta, donde los hombres acostumbraban a llevar esta arma escondida en la faja.

Antes de acabar la retahíla de casos con los que los archiveros judiciales ponen en valor su labor y que se destaca en una pequeña exposición con motivo de los 20 años de la transferencia de esta competencia, no puede faltar una de mención a una de las joyas de la corona: el robo del tesoro de la catedral.

La desaparición de varias joyas, la corona de una virgen y una cruz (ambas de oro) así como una arqueta hispano-árabe realizada en marfil conmocionó a todo el Estado en 1935. Los mangantes, que accedieron a la sacristía doblando barrotes, nunca supieron que el verdadero tesoro era la arqueta proveniente de Leire. Ellos iban a por el oro y las piedras preciosas.

El cerebro de aquello fue un relojero, Eleuterio Arias, que al parecer se conchabó con un misterioso mexicano (nunca se probó) y contrató a dos ladrones. Arias y uno de los ladrones murieron durante la instrucción. Y el tercero, logró fugarse y nadie más le vio el pelo. Así que, formalmente, la única condenada fue la suegra del relojero pues los lingotes de oro fundido aparecieron ocultos entre la tierra de sus macetas.

Así de mundana y divertida es la historia de Nafarroa cuando la recogen los tribunales.