Biblioqué
Intento no ir, porque cuando entro se me cae el alma a los pies. La biblioteca de mi pueblo está siendo tomada por quincalla libresca de consumo masivo –me niego a utilizar el nobilísimo adjetivo “popular”–: novelas románticas, seudohistóricas, detectivescas, fantasiásticas y un largo etcétera de literatura de cartón piedra.
Comenzaron ocupando los estantes de novedades, pero han acabado invadiendo los anaqueles otrora repletos de buena literatura. La biblioteca de mi pueblo estaba espléndidamente dotada. Fue creada en el franquismo, en cuyo último tramo hubo alcaldes –necesidad obliga– de talante más abierto que muchos de los que hemos padecido después; en la inauguración del Ikea hubo uno que tuvo el cuajo de afirmar que con esa macrotienda había llegado la modernidad a nuestro pueblo, ¡hoy es senador!
En los 70 la biblioteca de mi pueblo fue surtida por amantes de la cultura como Ceferino del Olmo, un tipo que también organizó dos pioneras Muestras de Arte Vasco o que trajo a cines-teatro de barrio a grupos de todo el estado. A Ceferino un amigo común le llamaba “sobaco ilustrado” por su hábito de ir siempre con un libro bajo el brazo, que leía acodado al fondo de la barra del bar.
Y como he gozado de sus maravillas desde jovencito y me ha formado, por eso me duele que sea impunemente disuelta. Son los libros que piden los lectores, afirman; igual es lo que piden porque las bibliotecas han hecho dejación de su verdadera razón de ser. Y porque nosotros vamos olvidando a golpe de tecnología y burocracia lo que es realmente eso de la cultura popular.

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