Iñaki URDANIBIA Crítico literario
75 años de la muerte de A. Machado

Antonio Machado, el poeta que se murió de exilio

«Tengo la certeza de que el extranjero / significaría para mí la muerte» había escrito de forma clarividente Antonio Machado Ruiz (Sevilla, 26 de julio de 1875 - Colliure, 22 de febrero de 1939), un poeta y hombre comprometido con la causa republicana y su pueblo. Su primera noche la pasaron en un vagón del tren que estaba en vía muerta en la estación de Cerbère, junto con Carles Riba, Joan Sales... y no tardó mucho la parca en llamar a la puerta. Cómo había previsto en sus versos, el fatigado poeta murió el maldito 22 de febrero de 1939.

Si a Unamuno le dolía España, al poeta sevillano venía doliéndole el alma desde hacía ya algún tiempo al ver a su país bajo la bota de las alimañas fascistas y la impotencia de las heróicas milicias populares para poner freno a la «cruzada». Su resentida salud sufrió la puntilla de vivir en directo la fuga -que se asemejaba a una verdadera marcha fúnebre- hasta el país vecino del norte, «azogado y errabundo» junto a su querida madre de 84 años y otros intelectuales a quienes el Gobierno republicano había invitado a abandonar el país en llamas. Caminantes que hacían el camino del exilio.

Su primera noche la pasaron en un vagón del tren que estaba en vía muerta en la estación de Cerbère, junto con Carles Riba, Joan Sales... «Pasó así los montes altos de la frontera helada porque sus mejores amigos, los más pobres y más dignos, los pasaron así», dijo Juan Ramón Jiménez, y... el nuevo y breve hogar -por calificarlo de algún modo- fue la bella población costera de Colliure, que pintaron los André Dérain, Henri Matisse o Vasily Kandinsky. Allá se hospedaron en la silenciosa soledad de una pensión, Hotel Bougnon-Quintana, y no tardó mucho la parca en llamar a la puerta. Como ya había previsto: «Tengo la certeza de que el extranjero / significaría para mí la muerte...», llevándose al fatigado poeta el maldito 22 de febrero de 1939, «año de gloria» que dirían los amantes del fascio redentor, quienes, no respetando ni a los muertos, despojaron al fallecido de su categoría de catedrático que había ejercido, en diferentes lugares de su adorada Castilla (Soria, Segovia, Madrid...). Su anciana y agotada madre, Ana Ruiz, le siguió a los tres días.

Allá reposaron ambos bajo la tierra arenosa de la localidad mediterránea. Se calló la voz que tanto había soñado los campos y los había cantado, al igual que a su pueblo, a su geografía y a sus gentes. «Y ese dolor que añora o desconfía / el temblor de una lágrima reprime, / y un gesto de viril hipocresía / en el semblante pálido se imprime». En su bolsillo se halló un papel, con sus tres postreras anotaciones escritas a lápiz: en una, el inicio del diálogo del monólogo de Hamlet, «ser o no ser»; en otra, «Estos días azules y este sol de la infancia»; y la tercera, una variación sobre una de las canciones a su amada Guiomar: «Y te daré mi canción / `Se canta lo que se pierde', / con un papagayo verde / que la diga en tu balcón».

Estas fueron sus últimas palabras. Allá acabaron, en últimas y sufridas soledades, los días de una vida iniciada el 26 de julio de 1875 en la ciudad del Guadalquivir («mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla»), y atravesada por una serie de nombres propios geográficos y personales: la Institución Libre de Enseñanza, Baeza, París, Soria, Segovia, Madrid, Valencia, Leonor, Guiomar, los mítines y congresos antifascistas... y su tránsito de las «galerías del alma» a las «galerías de las almas»; desplazamiento del yo («Soledades, galerías y otros poemas») al nosotros («Nuevas canciones», «De un cancionero apócrifo») pasando por el él («Campos de Castilla»).

Una trayectoria poética que le condujo desde los pagos cercanos al romanticismo («Cantaban los niños / canciones ingenuas, / de un algo que pasa/ y que nunca llega, la historia confusa / y clara la pena») a la negrura del luto por Federico («Mataron a Federico / cuando la luz asomaba. / El pelotón de verdugos / no osó mirarle la cara / ...el crimen fue en Granada, ¡en su querida Granada!»). En medio quedaba la duda y un hondo escepticismo, que según decía, conducía a dudar hasta de la misma duda, y el peso de los otros como medida de todas las cosas, del comportamiento que no toma a los demás como copias de uno mismo... Lo que le arrastraría en sus últimos tiempos -revueltos años de furiosa embestida facciosa- al compromiso inequívoco con la República y con el antifascismo, en busca de la «comunión cordial entre los hombres», con el corazón siempre a la izquierda: « Poned atención : un corazón solitario / no es un corazón». Señalado quedó con tino en versos de Blas de Otero: «.../ ...don Antonio / Machado. / Silencioso/ y misterioso, se incorporó / al pueblo, / blandió la pluma, / sacudió / la ceniza, / y se fue...» .

«¡Señor! La guerra es mala y bárbara; la guerra / odiada por las madres, las armas entigrece; / mientras la guerra pasa, / ¿Quién sembrará la tierra? / ¿Quién regará la espiga que junio amarillece?». La guerra fue el acelerador de su fin, y antes de partir él sembró la tierra de poesías populares que quedan como herencia para todos los amantes de la libertad y de la poesía. Podría decirse con los versos de Jorge Manrique «y aunque su vida murió, / nos dejó harto consuelo / su memoria»... la de quien siempre caminó en busca de sus complementarios que ampliasen la vida y la mirada compleja sobre ella: «Obscuro para que atiendan; / claro como el agua, claro / para que nadie comprenda».